viernes, 1 de diciembre de 2017

Lo que gana Cuba con el romance Kim-Castro

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LA HABANA, Cuba.- Muchos y poderosos son los motivos para que cuestionemos al régimen monárquico que, en nombre de los trabajadores y con título de república, impera en Corea del Norte. Él perpetra atrocidades, y en un grado tal, que hasta una comisión de la ONU, organismo que no obra con mucha consecuencia a la hora de señalar violaciones de los derechos humanos, lo ha condenado en términos claros.
Por añadidura, la dinastía Kim ha entronizado en su feudo un sistema dizque socialista, el cual ha demostrado con absoluta claridad su carácter retrógrado e inviable. Mantiene a sus súbditos en la miseria y la desnutrición. En ocasiones, esta última, que es endémica, ha cedido el paso a terribles hambrunas, las cuales han ocasionado millones de muertes.
Los resultados funestos del comunismo resaltan aún más cuando comparamos a ambas Coreas. Se trata de una misma nación que ocupa las dos mitades de una península arrasada de cabo a rabo en los años cincuenta como resultado de la guerra desatada por las ambiciones del dictador Kim Il Sung. Sin embargo, mientras el Norte vive la situación calamitosa ya referida, el Sur es un país desarrollado, un emporio de riqueza, progreso y democracia. El contraste es elocuente e innegable.
Pese a ello, lo que mayor preocupación despierta en otras capitales no es la vida miserable que se ve forzado a padecer el pueblo norcoreano. Por desgracia, en este pícaro mundo las calamidades de ese género pueden despertar alguna preocupación, pero no quitan el sueño a los poderosos. No suelen ser ellas las que motivan a otros estados a tomar medidas.
En el caso de Corea del Norte, lo que sí ha galvanizado a los gobiernos extranjeros, comenzando por el de Seúl y sus aliados, es la política agresiva desarrollada por el actual representante de la dinastía norteña, Kim Yong Un. El régimen comunista demuestra ser incapaz de asegurar a sus súbditos una alimentación adecuada o una vida medianamente aceptable, pero sí ha logrado hacerse con el arma atómica y una cohetería balística no muy avanzada, pero real.
Con esos medios bélicos, Pyongyang realiza frecuentes provocaciones, ya sea detonando nuevas bombas nucleares o lanzando sus misiles por encima del territorio de Sudcorea o Japón. También emite declaraciones incendiarias. Es tal la preocupación que provocan esos desplantes que hasta existen varias resoluciones del Consejo de Seguridad de la ONU que establecen sanciones contra la monarquía.
Y ya se sabe que no resulta fácil adoptar ese tipo de medidas. En el referido órgano de Naciones Unidas existe el veto de las grandes potencias. Y se conoce que, cuando se trata de Corea del Norte, no puede darse por sentado el apoyo de Rusia y, menos aún, el de China, la vecina y gran aliada con la que suelen contar los Kim.
Se comprenden las razones del gigante asiático para no abrumar al régimen de Pyongyang. En Beijing no se sienten felices con un vecino fanatizado y agresivo, armado con bombas atómicas y proyectiles capaces de transportarlas. Pero tampoco desean un colapso que llevaría a su país a millones de norcoreanos famélicos y desesperados, que sólo necesitan cruzar el fronterizo río Yalú para llegar a territorio chino.
En medio de toda esa repulsa de la comunidad internacional contra Kim Yong Un y sus incondicionales, el gobierno cubano mantiene a ultranza su plena identificación con Corea del Norte. En tiempos de Obama, no vacilaron en violar el embargo decretado por la ONU y enviaron a sus socios asiáticos un considerable alijo de armas y pertrechos, escondido bajo una carga de azúcar.
Hace apenas unos días, recibieron en La Habana al canciller de Pyongyang. El solo hecho de invitar a visitar Cuba al representante de ese régimen execrable y execrado constituye, desde luego, un desafío a la comunidad internacional. Durante su estancia, el personaje se reunión con su homólogo Bruno Rodríguez Parrilla, algo que era de esperar, pues es lo que indica el protocolo.
Pero el gobierno de la Isla excedió con mucho las obligaciones que dicta la hospitalidad, pues el visitante fue recibido también por el general Raúl Castro. Entre todos los adjetivos que hubieran podido emplearse para calificar ese encuentro, se escogió el de “fraternal”.
¿Qué pretenden con estos pasos las autoridades cubanas? ¿Incordiar al “Gran Satán” —Estados Unidos— aunque de paso provoquen irritación en otros países con los que se mantienen buenas relaciones, como Japón?
El paso parece a un tiempo osado y torpe. Ya se sabe que la superpotencia mundial —y en particular la actual administración de Trump— no simpatiza con el régimen de La Habana. Pero también se conoce que ahora mismo Cuba no constituye un objetivo prioritario de la política exterior estadounidense.
Ése no es el caso con Corea del Norte, que sí representa un tema de primordial importancia para Washington. En ese contexto, ¿qué ventajas podría tener para nuestro país esa exhibición ostentosa de vínculos con un estado al que sus propios actos han convertido en un paria internacional?
Parece evidente que el señor Rodríguez Parrilla perdió la excelente oportunidad que tuvo de no invitar a La Habana a su homólogo norcoreano.

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