domingo, 29 de abril de 2018

Cuando veíamos películas francesas en Cuba

En aquel tiempo de carencias y prohibiciones, para decir que se estaba bien, se exclamaba: “¡Esto es Francia!”

Catherine Deneuve en los Paraguas de Cherburgo
LA HABANA, Cuba.- El actor Pierre Richard, que ya no encarna al rubio alto del zapato negro, sino a un anciano que busca quien dé la cara por él a la jovencita que enamora en Internet, vino a La Habana a la presentación de la película En lugar del señor Laine, en el marco de la Semana de Cine Francés.
Esta muestra anual de solo unos días, limitada a un único cine, el Chaplin, y con varias películas sin subtítulos en español, me ha hecho recordar con nostalgia el tiempo cuando en Cuba veíamos películas francesas a tutiplén. En cerrada competencia con las películas italianas, nos salvaban a los amantes del cine de los dramas bélicos de Mosfilm.
Dicen que todo, aun lo más malo, siempre deja algo bueno. Así, a los comisarios del ICAIC, que durante los años 60 y hasta bien entrada la década del 70, ya fuera escudándose en “el bloqueo imperialista” o alegando nocividades ideológicas, nos impidieron ver películas norteamericanas, tenemos que agradecerles que a cambio nos permitieran disfrutar de lo mejor del cine europeo. Y en particular del cine francés. ¡Y en qué momento! ¡Nada menos que la época de la Nueva Ola!
Me veo haciendo colas en la Cinemateca, para las películas de Francois Truffaut, Alan Resnais, Jean-Luc Godard, Roger Vadim. Nos regodeábamos pronunciando como podíamos aquellos nombres, siempre con admiración. No importaba si no acabábamos de entender de qué coño iba la cosa. Esnobistas que éramos, ¿quién se atrevía a decir que no había visto Los mil golpes o que no entendía o no le gustaba una película de Godard?
Pero también estaban los filmes de acción de Jean Paul Belmond, Jean Louis Tringtignant y Alain Delon —el galán que parecía insuperable en aquello de hacer suspirar a las muchachas—, y las tres películas de Fantomas, protagonizadas por Jean Marais y Louis de Funes.
A propósito de Funes, ¿se acuerdan de El hombre orquesta, la película que impuso el pelado pitipitipá?
¿Quién de mi generación ha podido olvidar Vivir por vivir, de Claude Lelouch? Me moría de envidia por las andanzas por África e Indochina de aquel reportero interpretado por Ives Montand, pero, sobre todo, por su romance con Candice Bergen.
¡Y aquellas actrices francesas! Mireille Darc, Annie Girardot, Simone Signoret… La más sexy, Brigitte Bardot. Y la más bella y convincente, Catherine Deneuve, que fulminó nuestros corazones y nos puso a llorar como comemierdas desde que la vimos en Los paraguas de Cherburgo, de Jacques Demy, aquella maravilla de filme con música de Michel Legrand que no nos perdemos cada vez que tenemos la oportunidad de volverla a ver.
Francoise Hardy fue una de mis chicas de sueño en la adolescencia. Suscribo lo que dice el escritor cubano Francisco López Sacha en su libro “Prisionero del rock and roll” (Ediciones Unión, 2017) cuando evoca así a la actriz y cantautora francesa: “…Ella, solo ella, encarnaba la imagen del deseo, la imagen sobria y al mismo tiempo insinuante, más bien contenida, blue jeans ajustados, sus gafitas al aire y sus chalecos de terciopelo gris, mientras recibía a Bob Dylan en Orly o se fotografiaba con Mick Jagger”.
También se hizo sentir la música francesa por esos años. En las bandas sonoras de las películas, había canciones de Michel Legrand, Jacques Brassens, Gilbert Becaud, Jacques Brel (¿se acuerdan de Ne me quite pas, de Historia de una chica sola?). Hubo un puñado de discos de 45 rpm, de carátula negra y dorada, de la firma Braclay, de baladas rock, que vendieron sorpresivamente en la Casa de la Cultura Checa. Hubo el concierto en el teatro Amadeo Roldán de Jean Ferrat, un cantautor izquierdista deslumbrado por la revolución de Fidel Castro.
Se escuchaban en Radio Enciclopedia, los instrumentales de las orquestas de Paul Mauriat y Frank Purcel y las armonías inigualables de The Swinger Singers llevando al jazz a Bach, Haendel y Mozart; y en la WQAM, que era de Miami pero se oía en La Habana cual si fuese una emisora local, a Serge Gainsbourg con “Je t’aime…moi non plus” (“Yo te amo…yo tampoco”), a dúo con Jane Birkin, quien jadeaba simulando un orgasmo; y en el programa Nocturno, de Radio Progreso, oíamos a Salvatore Adamo —que en realidad era belga, como Brel—, Hervé Vilard, Silvie Vartan, Dalida, y sobre todo, Charles Aznavour, que fue el más popular de los intérpretes galos, con canciones como Buen aniversario, Tus 16 años y Yo te daré calor.
Eran los tiempos de los suéteres con cuellos de tortuga y los libros de Francoise Sagan y Marguerite Yourcenar. La cabeza no nos daba para aprender francés, preferíamos el inglés, pero aspirábamos a tener una novia que estudiara, si no en la Alianza Francesa, al menos en la escuela de idiomas de la Manzana de Gómez.
Hasta el mismísimo Fidel Castro, impresionado por Francia, se dejó cortejar por Sartre, Beauvoir y Regis Debray, buscó para la ganadería los servicios de André Voisin y en 1967 fue convencido por Carlos Franqui para traer el Salón de Mayo a La Habana, a condición de que lo dejaran exhibir sus vacas y sus antiaéreas en el Pabellón Cuba.
En aquel tiempo de carencias y prohibiciones, para decir que se estaba bien, que uno estaba suelto de ataduras, libre de hacer lo que le diera la gana, se exclamaba: “¡Esto es Francia!”
Muchos años después, en ese sentido, Francia me desencantaría. En abril de 2014, en vuelo a Suecia, hice una escala de varias horas en el aeropuerto Charles de Gaulle.
Nunca imaginé el susto que me esperaba en aquel aeropuerto custodiado por militares con armas largas y uniformes de camuflaje, donde se sentía un ambiente de crispación y paranoia, especialmente con las personas de piel no muy clara.
Cuando descendí del avión de Air France, luego de más de diez horas de vuelo, me moría de las ganas de fumar. Y arranqué a caminar en busca de un área para fumadores. De paso, atisbaba por los ventanales de cristal con la esperanza de ver siquiera en lontananza, entre la fría llovizna que caía, la Torre Eiffel. Fue en vano: solo la vi en un poster turístico.
Luego de mucho caminar, al fin hallé una pequeña cabina, totalmente aislada del exterior, donde pude fumar. Pero cuando quise regresar al otro lado del área de seguridad, delimitada por torniquetes y cintas anaranjadas, descubrí que había dejado mi pasaporte en la mochila.
Los guardias no me dejaban pasar. No entendían mi inglés. Escuché a un funcionario decir a otro que tenían a un árabe indocumentado, barbudo, de aspecto sospechoso. Cuando le aclaré que no era árabe, sino cubano, fue peor. Por suerte, cuando todos empezábamos a alterarnos, apareció una funcionaria, negra, cuarentona, amabilísima y muy comprensiva, que accedió ir a buscar, a unas pocas decenas de metros de allí, mi pasaporte.
Aun no he podido borrar la mala impresión que me dejó el país donde ocurrió hace más de dos siglos aquella revolución que cambió la historia de la humanidad y de la cual uno, romántico e idealista que es, prefiere recordar La Marsellesa antes que a las miles de víctimas de la guillotina.

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