viernes, 27 de abril de 2018

Guerrilleros millonarios y narcotraficantes angelicales

La FARC pretende posar de víctima de persecución política cuando uno de sus líderes ha sido atrapado en flagrante comisión de delito de narcotráfico

Juan Manuel Santos, Raúl Castro y Rodrigo “Timochenko” Londoño (prensa.com)
LA HABANA, Cuba.- Mucho antes de lo que presagiaban los más escépticos, el fracaso de los flamantes “Acuerdos de Paz” entre el Gobierno colombiano y las antes denominadas Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) –hoy metamorfoseado en partido político– es una posibilidad real en el horizonte de esa nación suramericana.
Los pactos que durante cuatro años fueron negociados en La Habana antes de ser firmados a bombo y platillos en Colombia el 26 de septiembre de 2016, sometidos poco después a un plebiscito el 2 octubre del mismo año –donde ganó un rotundo NO– y finalmente firmados en el teatro Colón, de Bogotá, tras realizarse varias modificaciones de su versión inicial, se han estado tambaleando desde que iniciaron sus primeros pasos y actualmente están a punto de zozobrar.
El reciente encarcelamiento del exguerrillero de las FARC Jesús Santrich, acusado de vínculos con el narcotráfico, y su posible extradición a EE UU –una situación que, tal como declaró el alto comisionado para la Paz de Colombia, deberá esclarecerse judicialmente y no a través de debates entre el gobierno y actores políticos– profundiza las dudas sobre la seriedad y veracidad del compromiso de los líderes de la ahora denominada Fuerza Alternativa Revolucionaria del Común (FARC) con dejar atrás un pasado de violencia y guerra que signó medio siglo de la vida nacional colombiana.
Sin embargo, este episodio es apenas otro clavo en el ataúd de un puñado de Acuerdos que a todas luces carecían desde un principio del amplio apoyo popular que se les atribuyó en su momento, tal como quedó demostrado desde los resultados del plebiscito de octubre de 2016, y más recientemente con el rechazo popular que recibiera el líder de la FARC durante su gira de campaña política con vistas a las elecciones presidenciales, de las cuales optó por retirarse.
Por otra parte, el arresto y encarcelación del señor Santrich no sorprenden demasiado a la opinión pública. Era un secreto a voces que, tras perder el apoyo financiero y logístico de la extinta Unión Soviética, los combatientes marxistas de las selvas colombianas, otrora campeones de la causa de los humildes, habían evolucionado rápidamente a narcoguerrilleros.
El tráfico de cocaína y la extracción de oro que, se asegura, siempre formaron parte del “autofinanciamiento” de los luchadores, se convirtieron así en fuentes esenciales para el sostenimiento financiero y material de la guerra, y en la matriz para el enriquecimiento de los miembros de su cúpula.
No es de extrañar, entonces, que tras la firma de los Acuerdos de Paz de La Habana, los dirigentes de las FARC –lejos de lucir como los jefes de un ejército formado por campesinos, obreros y otros sectores pobres y “oprimidos” de la sociedad– en realidad se revelaran como los administradores de bienes y activos cuyo monto asciende a unos 345 millones de dólares, según estimado de una lista entregada al Gobierno de Juan Manuel Santos por la Misión de la ONU en Colombia, en agosto de 2017.
No obstante, causa perplejidad (como mínimo) que en lugar de la panda de menesterosos que cabría esperar de quienes en teoría han sufrido las privaciones de la guerra y la selva, la rudeza de los combates y la persecución del ejército, la crema y nata de la ex guerrilla esté en condiciones de cumplir la obligación de abonar con oro, dinero, tierras, ganado, medios de transporte y otros bienes al  fondo destinado a la reparación de las víctimas del conflicto armado, según lo pactado en los Acuerdos.
De esta manera, por esas difíciles paradojas de la realidad, el fruto del delito sistemático, del secuestro, de la extorsión y del terror sembrado durante décadas en la sociedad colombiana constituye hoy parte del salvoconducto para una impunidad que no por forzosa o necesaria deja de tener un sabor amargo para las víctimas.
Por eso es tanto más desvergonzado el cinismo con el que la FARC –y aquí me refiero al “partido político”– pretende posar de víctima de persecución política cuando uno de los miembros de su camarilla ha sido atrapado en flagrante comisión de delito de narcotráfico, según aseguran las autoridades colombianas, quebrantando con ello lo acordado en las negociaciones de Paz.
Por estos días, afirman sus colegas de armas y de fechorías, el pobrecito Santrich está cumpliendo más de quince días de una huelga de hambre –que esperamos esté dispuesto a llevar hasta las últimas consecuencias–, la cual “ha empezado a generar estragos en su salud”.
De no tener el acusado estilo de sainete tan utilizado por las izquierdas regionales cuando les ronda la derrota, casi sería conmovedora esta imagen angelical que nos ofrecen de un pobre ciego injustamente encarcelado, dispuesto a sacrificar su vida para demostrar su inocencia, y al que se le niega por parte de las autoridades la asistencia de sus propios médicos y de otros dos compañeros (¿compinches?) encerrados en la misma prisión. Diríase que los secuestrados y asesinados hasta hace poco tiempo por las guerrillas de las FARC hubiesen recibido un magnífico trato y muchas consideraciones.
Pero acaso tan quejumbrosa postura solo intenta enmascarar en lo posible las ramificaciones que alcanza el narcotráfico entre esa oscura amalgama de marxistas-narcotraficantes-guerrilleros-políticos para quienes quizás los fracasados Acuerdos de Paz –no por casualidad negociados en el Palacio de la Revolución de sus aliados históricos, los Castro– se parecen demasiado a una capitulación de sus tiempos de gloria verde olivo, cuando campeaban a su antojo secuestrando, extorsionando, traficando y asesinando por las selvas y pueblos de Colombia.

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