Dr. René Gómez Manzano
Abogado y periodista independiente
Algunos ancianos se proyectan todavía
a estas alturas como partidarios incondicionales del régimen comunista cubano
El
pasado 2 de octubre fue publicada una noticia del periodista independiente
Misael Aguilar. En ella aparecían reflejados los desplantes de un anciano
nombrado Rafael, miembro de la Casa del Combatiente en San Antonio de los
Baños. Este sujeto se dedica a increpar a los desafectos al régimen que se
cruzan en su camino.
Según
la información, el vejete no grita sus consignas “en el lugar apropiado y en el
momento oportuno”, según aconseja el General de Ejército Raúl Castro que se
haga con cualquier crítica. Uno de sus hábitos es presentarse con frecuencia en
la Escuela Secundaria Básica de la localidad y lanzar sus alaridos a los
estudiantes que salen de clases.
“¡Viva
el Comandante! ¡Paredón para los derechos humanos!”, son los insólitos clamores
que suele proferir en esas ocasiones. Como cabía esperar, lo único que provocan
sus exabruptos son expresiones de estupor, cuando no la burla de los jóvenes
interpelados. Lo cual constituye una excelente demostración de que, pese a la
situación catastrófica de Cuba, al menos en este aspecto las cosas han cambiado
para mejor.
En
los años iniciales del actual proceso no resultaba difícil encontrarse con una
buena cantidad de rafaeles. Se trataba de un montón de exaltados que en todo
momento se esforzaban por demostrar que eran más castristas que Castro. Para
ellos el pueblo cubano creó una expresión que calificaba de modo certero su
extremismo revolucionario: “sarampionados”.
En
propiedad, ese término no se aplicaba a los jefes que medraban con el nuevo
régimen; de esos aprovechados no cabía esperar otra cosa. El grueso de sus
filas lo componían infelices para quienes los pequeños beneficios derivados de
las medidas populistas iniciales, constituían justificación suficiente para ser
incondicionales del poder. Aunque tampoco faltaron algunos casos extremos: personas
perjudicadas por el nuevo orden que lo apoyaron a ultranza.
Cabe
aclarar que la obtención de beneficios netos —en su caso— contó con su generosa
contrapartida. Esta última la representaba el respaldo ilimitado al régimen, lo
cual incluyó en no pocos casos hasta la disposición a entregar la vida para
defenderlo. A esto se unían actitudes menos heroicas, como la realización de
constantes guardias en las Milicias y el Comité de Defensa de la Revolución, la
ruptura de todo vínculo con familiares exiliados y un largo etcétera, en el que
a veces no faltaron las delaciones.
Por
fortuna, el paso del tiempo y las nuevas realidades se han encargado de aplacar
a la generalidad de esos termocéfalos. Como bien dice el refrán, los hechos son una cosa muy testaruda. Las
generosas promesas iniciales y los ambiciosos planes destinados a forjar “el
futuro luminoso de la Patria” se han deshecho ante los sucesos posteriores.
Desde
el punto de vista humano, uno puede comprender a esos exaltados. No resulta
fácil verse al final de la vida, recapitular lo que se ha hecho con ella y
tener que reconocer: “¡Qué clase de imbécil he sido! ¡Cómo me he dejado
engañar!” Pese a ello, podemos congratularnos: Son amplia mayoría los cubanos adultos
de uno y otro sexo que han tenido la entereza de admitir, siquiera ante sus
íntimos, el error cometido.
Pero
de vez en cuando se encuentra a algún Rafael —casi siempre en la tercera edad—,
que como cubano de a pie recibe una jubilación de miseria con la que apenas
logra sobrevivir, pero que literalmente está dispuesto a matar y morder en
defensa del mismo régimen que lo ha sumido en esa desgracia.
Esa
clase de sujetos recuerdan a los reaccionarios absolutistas que en los tiempos
de Fernando VII gritaban entusiasmados: “¡Vivan las ca’enas!”. Como la época ha
cambiado, los émulos actuales de aquellos energúmenos emplean un vocabulario
distinto para abdicar de sus libertades y, al igual que Rafael, gritan a voz en
cuello: “¡Paredón para los derechos humanos!”. La
Habana, 6 de octubre de 2014
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