CORRIENTE AGRAMONTISTA
(de abogados cubanos independientes)
BOLETÍN
N°
26
La Habana, Abril de 2022
A los lectores:
Tras un intervalo de aproximadamente
un año, la Corriente Agramontista
(de abogados cubanos independientes) se
complace en presentar a ustedes una nueva entrega de su Boletín: el Número 26.
Como podrán apreciar nuestros
amables lectores, el más voluminoso de los trabajos aquí incluidos es la Introducción al Proyecto de Nueva Constitución
Democrática para Cuba, de la autoría de
nuestro Presidente. Como su nombre lo indica, se trata de una especie de
preludio a la publicación del Proyecto en sí, la cual pensamos acometer en
nuestro próximo número, el cual deberá tener carácter doble (debido a su
considerable volumen) y deberá ver la luz en breve.
Esta publicación ve la luz tras un
acontecimiento de gran importancia histórica para nuestra Patria: Nos referimos
al Gran Alzamiento Nacional Anticomunista, que el pueblo cubano excenificó
valientemente, en más de medio centenar de puntos del Territorio Nacional, el
pasado 11 de julio, aunque con réplicas al día siguiente.
Esa serie de protestas populares
espontáneas tuvo un carácter pacífico. En ellas, las consignas lanzadas por los
manifestantes se pronunciaban por el rechazo al sistema comunista y al
presidente votado por sólo 605 compatriotas, así como el de “¡No tenemos
miedo!”: un desafío cívico admirable, después de 62 años de manipulación,
adoctrinamiento y coacción comunistas.
La respuesta del régimen a esas
pacíficas protestas ha sido brutal. Los fiscales y jueces del castrismo, dando
muestras de una ferocidad inigualable, han solicitado o impuesto sanciones de
hasta varios decenios de duración. Los principios del derecho y del “debido
proceso” (que la Constitución raulista proclama hipócritamente) han sido
violados de manera evidente. Los intentos por documentar esos atropellos
enmascarados en la Ley, y por divulgar los nombres y rostros de sus autores,
han sido rechazados por la oficialista Unión Nacional de Juristas de Cuba
(UNJC), con una declaración en la que los incondicionales del régimen en el
campo de las leyes se declaran prestos a cambiar las togas por los fusiles y
las trincheras. Uno no sabe qué admirar más: si el desenfreno o la total
carencia de sentido del ridículo.
En meses más recientes, los
esfuerzos del aparato de agitación y propaganda del castrismo han estado
centrados en otra iniciativa en el campo de las leyes: la llamada “discusión
popular” del Proyecto de Código de las Familias. En su desenfreno, el
oficialismo cubano acaba de inaugurar, en el horario estelar de la Televisión,
entre el Noticiero y la telenovela brasileña, un nuevo programa intitulado
“Familias”, el cual está consagrado a agitar y hacer propaganda con ese tema.
Todo esto no es más que un nuevo ejercicio de manipulación y control social de
los comunistas, que tan duchos son en ese tipo de maniobras. Se supone que
cualquier criterio discrepante que exprese algún ciudadano sea recogido. Pero
en definitiva, serán los propios comunistas quienes, por sí y ante sí,
determinarán qué destino tendrá cada una de esas sugerencias. Todo, pues, no
pasa de ser un simple montaje, un “paripé”.
En el ínterin, otras cuerpos legales
(que pueden afectar al cubano de a pie en medida mucho mayor que el referido
Proyecto) son cocinados en los laboratorios castristas sin que los ciudadanos
tengan la posibilidad de exteriorizar su rechazo: Es el caso del nuevo Código
Penal (con nuevas figuras delictivas y sanciones aún más draconianas que las
actuales, enrumbadas todas a arreciar la represión del régimen contra cualquier
voz que discrepe). Es tambiémn el caso de la Ley de la Expropiación por Razones
de Utilidad Pública o Interés Social (otro instrumento comunista que despoja de
sentido el titulado derecho de propiedad también proclamado en la Constitución
raulista).
Mientras eso es lo que surge en el campo del derecho desde el lado
gobiernista, nuestra pequeña organización de juristas independientes (la más
antigua y nutrida de Cuba) continuará su accionar en pro de los derechos
humanos de todos nuestros compatriotas, del restablecimiento de la absoluta
independencia de la Administración de Justicia, de una Fiscalía que ajuste su
actuar a criterios técnico-jurídicos y no políticos, y del libre ejercicio de
la abogacía.
La Habana, abril de 2022
Corriente Agramontista
INTRODUCCIÓN AL PROYECTO DE
CONSTITUCIÓN DEMOCRÁTICA PARA CUBA
René Gómez Manzano*
Prefacio
Para el autor de estas líneas constituye un honor someter a la
consideración de la opinión pública nacional e internacional (y, en particular
de los juristas y politólogos especializados en temas supralegales) la presente
Introducción al Proyecto de Constitución Democrática para Cuba. Este escrito
constituye una sinopsis de las disposiciones que considero más importantes o
novedosas incluidas en el referido Proyecto, y posee asimismo el carácter de
una exposición de los motivos de diferentes preceptos que propongo.
La idea inicial era publicar ambos documentos (Introducción y Proyecto) en
un solo número del Boletín de la Corriente Agramontista. Sin embargo,
junto con el presente escrito no ha resultado posible circular el Proyecto de Constitución propiamente
dicho, también redactado por mí. Esto se debe al considerable volumen de este
último documento. Por esa razón, hemos preferido reservar su texto íntegro para
incluirlo en el siguiente número del Boletín
de la Corriente Agramontista, el
cual pensamos circular en breve.
Tanto con el presente opúsculo como con el referido Proyecto de
Constitución, se materializan los trabajos realizados durante años en el seno
de la Corriente Agramontista (la más
antigua y nutrida agrupación de abogados independientes existente dentro de
nuestra Patria). Se trata de uno más (aunque lo consideramos el más importante)
de los trabajos legislativos que esa organización, que me honro en presidir, ha
venido realizando a lo largo de años.
Esos trabajos —insisto— han sido varios. En su conjunto, ellos reflejan la
labor de elevada calificación, callada pero constante, que nuestra organización
ha desarrollado. Pero forzoso es reconocer que ese tipo de trabajos no goza de
popularidad ni recibe mucha publicidad (lo que parece algo natural, si tomamos
en cuenta el carácter árido de ese tipo de textos jurídicos).
Entre los publicados en el Boletín de
la Corriente Agramontista (cuyos
distintos números están visibles en www.agramontista.blogspot.com), podemos mencionar los que a continuación
relaciono. Con respecto a cada uno de ellos paso a consignar el nombre de la
ley, el de su autor o autores, el número del Boletín en el que apareció y la
fecha de publicación de este. Esos proyectos son los
siguientes:
· Ley
de Tierras y Desarrollo Productivo (Ernesto García Díaz y René Gómez Manzano;
Nº 9; Junio de 2012);
· Ley
de Asociaciones (Ernesto García Díaz y René Gómez Manzano; Nº 13; Mayo de
2015);
· Ley
de Justicia Laboral (Maybell Padilla Pérez; Nº 16; Marzo de 2017);
· Ley
sobre el Trabajo de la Mujer (Maybell Padilla Pérez; Nº 18; Marzo de 2018); y
· Código
Penitenciario (René Gómez Manzano y Roberto de Jesús Quiñones Haces; Nº 20;
Noviembre de 2018).
A esa relación podemos adicionarle el Anteproyecto
de Modificación del Código Laboral Cubano, libro cortesía del Grupo de Apoyo a la Disidencia (GAD),
impreso en Miami por el Consejo Unitario de Trabajadores Cubanos
(CUTC). Este material fue elaborado por el Instituto
Cubano de Estudios Sindicales Independientes (ICESI). El libro fue
confeccionado bajo la responsabilidad del abogado agramontista Francisco
Leblanc Amate (lamentablemente fallecido hace años) y en su redacción participó
de manera destacada otra colega de nuestra organización: la ya mencionada
Maybell Padilla Pérez.
El imprescindible e inevitable cambio democrático en nuestra Patria
desembocará irrefragablemente en la instalación de un nuevo gobierno. Cuando
este asuma sus funciones, contará con proyectos como los arriba mencionados.
Desde luego que, cuando llegue esa hora, corresponderá a las nuevas
autoridades determinar qué uso darles a esos materiales: ¿Aprobarlos y ponerlos
en vigor íntegramente? ¿Tomarlos como base para un trabajo de redacción
definitivo y colectivo? ¿Aprovechar algunas de las ideas valiosas plasmadas en
ellos? Cualquiera que sea la decisión que se adopte al respecto, a los abogados
agramontistas cubanos nos quedará la satisfacción del deber cumplido y del
aporte realizado a la ya próxima e inevitable democratización de Cuba.
Como resultado ineludible de lo explicado en los párrafos precedentes,
consideramos que a nosotros los agramontistas no nos resulta aplicable la
afirmación de la prominente opositora Martha Beatriz Roque Cabello, cuando
expresaba: “Hace ya algunos años se escribían versiones de la Constitución para
una Cuba democrática, programas para desarrollar diferentes aspectos de la
sociedad; eso ha desaparecido, en estos momentos se piensa solo en el
presente”. Este trabajo y el Proyecto de Constitución que se publicará acto
seguido, sirven de fundamento a nuestra afirmación de por qué no nos
consideramos aludidos por esa atendible manifestación de la expresa de
conciencia y destacada luchadora prodemocrática.
Es posible que algunos compatriotas nuestros opuestos al castrismo
consideren que este no es momento adecuado para dar a conocer un proyecto como
el que da motivo al presente escrito. Respeto a quienes así piensen, pero
discrepo de ese criterio. Es cierto que la tremenda magnitud del desastre total
en el que los castristas han sumido a la desdichada Cuba pareciera hacer poco
aconsejable la publicación de trabajos como el que nos ocupa. Estos, ante la
tétrica realidad de hoy, parecen irreales y aun utópicos. Pero también es
verdad que no conviene dejar de hacer patentes a nuestros compatriotas que un
país mejor es no sólo posible, sino imprescindible. En ese contexto, confío en
que el Proyecto que ahora introduzco constituya un estímulo —modesto, pero
real— a que más cubanos se sumen a la justa lucha por la democratización de la
Patria.
Para finalizar esta sección, no puedo dejar de señalar la enorme
trascendencia que, para la publicación de estos trabajos, ha tenido el Gran
Alzamiento Nacional Anticomunista, protagonizado con extraordinario arrojo por
el pueblo cubano el pasado 11 de julio y los días subsiguientes. Con esa
admirable epopeya, nuestros compatriotas demostraron, de manera espontánea e
indubitada, que están hartos de las mentiras y las manipulaciones del
castrismo.
Como es lógico, esas protestas han servido para renovar, en todos los que
llevamos años expresando abiertamente nuestro rechazo al sistema comunista, las
esperanzas de que más temprano que tarde se iniciará en nuestra Patria el
cambio hacia la democracia y la prosperidad. Esa perspectiva tan halagüeña
constituye un acicate adicional para que no demoremos más la publicación del
resultado de nuestro trabajo.
Como se sabe, al momento de publicarse la presente Introducción se
encuentra vigente la “nueva Constitución socialista” (que yo, para
diferenciarla de sus predecesoras, que tenían carácter “fidelista”, califico
como “raulista”). La propaganda castrista pretende hacer ver que ese documento
fue elaborado por el conjunto de los ciudadanos, cuando en realidad se trata de
un documento de los comunistas, por los
comunistas y para los comunistas.
Esa caracterización obedece no a una apreciación infundada del autor de
estas líneas, sino que responde a las arbitrariedades plasmadas en el referido
documento. Entre estas se destacan: el carácter “irrevocable” del sistema
socialista impuesto al pueblo cubano (el cual ha probado hasta la saciedad —y
no sólo en Cuba, donde ha sumido al país en la catástrofe actual, sino
dondequiera que ha sido ensayado— su carácter inviable). También la condición
de “único” que el texto constitucional le atribuye al Partido Comunista (el
cual siempre tuvo ese carácter, pero que ahora lo ostenta en virtud de un
precepto supralegal). Por último (por sólo mencionar las arbitrariedades más
importantes y evidentes), cabe señalar aquí la manipulación que se hace en la
“Constitución raulista” de los derechos humanos internacionalmente reconocidos,
amén de su interpretación a la luz de disposiciones arbitrarias como las antes
mencionadas. Esto último fue lo que sucedió al ser rechazadas las solicitudes
de autorización para ejercer el derecho a la manifestación que unas semanas
antes del pasado 15 de noviembre formularon quienes convocaron a la Marcha
Pacífica por el Cambio). También es lo que ha sucedido cuando centenares de
ciudadanos que no hicieron más que protestar pacíficamente, expresar su
inconformidad con la actual dirección del país y reclamar los cambios que este
necesita de manera desesperada, han sido sancionados de manera brutal, hasta
con decenios de prisión.
Igualmente podemos señalar, en este mismo contexto, el mantenimiento del
sistema antidemocrático existente. Este, entre otras cosas, establece que el
pueblo cubano sólo pueda votar por los candidatos gobiernistas a diputados que,
como han demostrado los hechos, por el mero hecho de ser postulados están
destinados a “vencer” en las farsas electoreras que de tiempo en tiempo convoca
el régimen. Esto es así porque el número de los nominados es igual al de las
curules a cubrir; toda esta maniobra la perpetra el régimen a través del
mecanismo tramposo de las “comisiones de candidaturas”. (No obstante, conviene
aclarar que este sistema amañado está previsto no en la misma carta magna, sino
en la Ley Electoral).
Al aludir a la “Constitución raulista”, podemos señalar que esta
Introducción que ahora se publica representa un complemento a la crítica
colectiva que los juristas independientes de nuestro país hicimos, en los
números 21 y 22 de este mismo Boletín de
la Corriente Agramontista (visibles
—repito— en www.agramontista.blogspot.com),
a esa “nueva” superley aprobada por la Asamblea Nacional del Poder Popular y
sometida después a referendo.
El Proyecto de Constitución que —insisto— se publicará pronto (en el
próximo número de nuestro Boletín),
se explicará por sí mismo, pero es conveniente que adelantemos sus
características fundamentales, así como las razones de las novedades
introducidas en él. Ese es el objetivo central de la presente Introducción.
Para alcanzar ese fin, lo más adecuado parece ser comenzar por el principio
de ese documento.
Preámbulo e invocación a Dios
En la redacción del Preámbulo del Proyecto
de Constitución Democrática para Cuba, me ha parecido adecuado evitar la
palabrería insulsa consagrada básicamente a brindar una interpretación
tendenciosa y tergiversada de la Historia. Esto es, en esencia, lo que han
hecho las constituciones castristas.
Esa pésima práctica ha sido imitada por algunas otras cartas magnas del
llamado “Socialismo del Siglo XXI” en Nuestra América. El colmo, en ese
sentido, lo alcanzó la actual Constitución
del Estado Plurinacional de Bolivia, que comienza por una serie de afirmaciones
digna de figurar de manera destacada en los anales del ridículo. Se trata de
una frase que sólo a un cerebro de características únicas como el del señor Evo
Morales se le podía ocurrir. Disfruten de su peregrina ocurrencia: “En tiempos
inmemoriales se erigieron montañas, se desplazaron ríos, se formaron lagos”…
He preferido, por el contrario, una exposición escueta, como las plasmadas
en los dos principales paradigmas que, en ese ámbito, ofrece nuestra historia:
las constituciones democráticas de 1901 y 1940. Por supuesto, no he sido reacio
a incluir conceptos y términos que no podían figurar en ellas, porque surgieron
en los decenios posteriores a esos dos documentos referenciales.
Pero, dentro del Preámbulo, ha habido un tema que provocó los mayores
debates en las convenciones constituyentes de aquellos dos años seminales: el
de la invocación a Dios.
Llegan hasta nuestros días los ecos de aquellas dilatadísimas discusiones.
La esencia del diferendo es sencilla: Los creyentes (que siempre han sido
mayoría en Cuba, aun en los tiempos en que el castrismo pretendía imponer a
ultranza el engendro marxista denominado “ateísmo científico”) piensan que es
necesario mencionar al Todopoderoso en el documento fundamental de la Nación.
Por el contrario, agnósticos, laicistas a ultranza, ateos e incluso algunos
creyentes muy escrupulosos, consideran que si el Estado está separado de la
religión (un punto sobre el cual existe pleno consenso en nuestro país),
entonces no es adecuada esa mención.
Creo haber encontrado a este polémico asunto una solución aceptable para
todos, y que evite —por ende— que en una futura convención constituyente
democrática haya necesidad de perder un tiempo valioso en este tema. La
referida solución es la que aparece plasmada en el párrafo final del Preámbulo
del Proyecto de Constitución que he redactado. Como se verá, ella consiste —en
esencia— en que la mencionada invocación sea hecha a nombre de aquellos
ciudadanos que no tengan motivos razonables para mostrarse en desacuerdo con
ella. Imagino que ese enfoque no provoque objeciones. De todos modos, veremos
si, cuando publiquemos el documento y se conozca la redacción específica de ese
pasaje, se logra esa aceptación generalizada que espero.
Aunque ese fuera el único aspecto del Proyecto de Constitución Democrática
que resultase acogido, de una cosa estoy convencido: si con esa sugerencia se
lograra evitar que la asamblea encargada de redactar la nueva carta magna
cubana tenga que dedicar semanas enteras a discutir la referida invocación, ya
con eso solo daré por bien empleados los años de trabajo consagrados al
referido Proyecto.
¿Prolijidad
o concisión?
Uno de los aspectos que resulta necesario elucidar al acometer la redacción
de una superley, es determinar si en el documento se insertarán sólo los
principios generales o si —por el contrario— el proyecto de carta magna debe
contener una regulación más detallada. Como ejemplo de esta última solución, en
el Derecho Comparado tenemos a la Constitución de los Estados Unidos de
América. Como se sabe, este documento memorable y que posee indudable
importancia histórica universal, nació constando de sólo siete artículos. En un
inicio, carecía incluso de una Parte Dogmática.
Pero nosotros los cubanos no necesitamos ir a buscar ejemplos de concisión
constitucional allende los mares. Un paradigma difícil de superar, en ese
sentido, lo tenemos en la primera carta magna cubana que tuvo vigencia real en
nuestro país (aunque fuera sólo en la manigua insurrecta): Me refiero a la Constitución seminal acordada en
Guáimaro el 10 de abril de 1869.
Ese documento, en cuya redacción desempeñó un papel primordial el Bayardo Ignacio Agramonte, puede figurar
íntegramente, sin grandes dificultades, en una sola hoja de papel. La pregunta
que se impone es: ¿Sería conveniente que, al salir de la dictadura castrista,
los cubanos del Siglo XXI imitásemos ese ejemplo de nuestros patriotas del XIX?
¿O de los norteamericanos de 1787?
Creo que la respuesta a esas interrogantes debe ser negativa. Los autores
de la Constitución Federal de los Estados Unidos en el Siglo XVIII, al igual
que los de la de Guáimaro en el XIX, tenían un profundo conocimiento de las
doctrinas libertarias que inspiraron sus respectivas luchas por la
independencia y los derechos. Esas teorías constituían valores sobreentendidos
en el conjunto de las sociedades en las que les tocó vivir; en particular,
dentro de sus respectivas clases jurídicas.
Eso brilla por su ausencia en la Cuba de hoy. Entre los muchos objetos de
la manipulación realizada por el gobierno comunista durante más de seis
decenios por medio de su propaganda mentirosa, está precisamente todo lo relativo
a los derechos de los ciudadanos y al constitucionalismo en general.
Al aludir a los primeros, el castrismo, de modo demagógico, ha machacado en
el derecho a la educación y la salud (que bien deteriorados que están ahora,
cuando la merma de la ayuda extranjera masiva ha puesto de manifiesto que el
relativo florecimiento de ambos en decenios pasados tenía un carácter
artificial e importado; pues no era fruto de bondades intrínsecas del sistema
castrista). Al mismo tiempo, el régimen virtualmente ha guardado silencio sobre
todos los restantes derechos (en especial, los de carácter político). Al
referirse a la Parte Orgánica de su carta magna, presentan como un dechado de
democracia algo que representa justamente todo lo contrario.
He considerado que, en ese ambiente enrarecido, resulta necesario que la
superley de una nueva Cuba sea explícita y detallada al enumerar los derechos
de los ciudadanos. También al establecer las reglas de la partición de los
poderes públicos y las relaciones entre estos (una realidad que se contrapone
diametralmente a la viciosa doctrina del “poder estatal único”, plasmada en las
constituciones castristas).
La cuestión presenta otro aspecto, en el que sí he optado por una relativa
concisión. Me refiero a que, en la Parte Orgánica del Proyecto de Constitución,
he preferido centrarme únicamente en los distintos poderes del Estado, los
cuales serían cinco: Legislativo, Ejecutivo, Judicial, Constitucional
(constituido por un órgano jurisdiccional especializado, el cual tendría el nombre
de Corte Constitucional y estaría
consagrado a los temas supralegales) y Electoral. En ese contexto, me ha
parecido conveniente obviar otros órganos cuya existencia considero necesaria y
aun deseable, pero que no constituirían poderes del Estado propiamente dichos.
Su regulación en el referido texto lo alargaría aún más; por ello me ha
parecido conveniente obviarlos.
En ese sentido, he aceptado como ejemplo la Constitución estadounidense de 1787 y me he tomado cierta distancia
del ejemplo democrático nacional que tenemos más cerca (la aludida carta magna
de 1940). En efecto: Se sabe que en esta última se aludía a órganos estatales
diversos, cada uno de los cuales no poseía relevancia suficiente como para ser
considerados como uno más de los poderes del Estado. Me refiero a entidades
tales como el Tribunal de Oficios Públicos, el Consejo Superior de Defensa
Social y el Tribunal de Cuentas. Es probable que se considere recomendable
también que sean regulados con normas de mayor jerarquía jurídica otros órganos
colegiados como el Banco Central y, quizás, un Consejo de Seguridad Nacional y
un Consejo Judicial (compuesto por magistrados escogidos en los diferentes
niveles del Poder Judicial de manera democrática y que posea funciones de
dirección administrativa dentro del Poder Judicial). Las mismas consideraciones
serían válidas para un Consejo Económico y Social y para una Defensoría
Ciudadana (el mismo órgano que en otros países de Nuestra América recibe un
nombre más truculento: “Defensoría del Pueblo”), etc.
Con respecto a ese tipo de preceptos que contenía la carta magna de 1940,
la vida nos enseñó que muchos de ellos tuvieron que ser declarados como “de no
inmediata aplicación”; o, para decirlo en un lenguaje más claro y popular: se
transformaron en letra muerta. (En el caso del Tribunal de Cuentas, esta
situación indeseable y vitanda se prolongó hasta la presidencia del doctor
Carlos Prío Socarrás, cuando finalmente fue instituido ese órgano de
supervisión y control; en lo tocante —por ejemplo— al Tribunal de Oficios
Públicos, jamás fue creado ni funcionó).
Insisto: He optado por no regular lo relativo a esos otros órganos
estatales. En esto he preferido pecar por defecto que por exceso. Considero
—repito— que lo fundamental (en lo tocante a la Parte Orgánica del texto
supralegal) son los distintos poderes del Estado, así como los órganos básicos
de la Provincia y el Municipio. He optado por circunscribirme a esos temas y
dejar posibles organismos como los mencionados en el párrafo precedente a la
legislación básica o —¿por qué no!— a futuras reformas de la misma Constitución.
En resumen: he optado por un Proyecto de Constitución que reconozco que es
prolijo y extenso y alcanza a tener 149 artículos (generalmente subdivididos en
un número significativo de apartados). Pero sin incursionar en posibles órganos
del Estado que no posean la condición de poderes independientes.
Ciudadanía y electorado
Un problema que ha sido ineludible abordar en el Proyecto es el relacionado
con los temas de la ciudadanía y la condición de elector.
Al triunfo revolucionario de 1959, Cuba era un país de inmigrantes (en la Embajada en Roma
había expedientes de más de diez mil italianos que, con el comprensible deseo
de prosperar en la vida, deseaban radicarse en nuestra Patria…). Por obra y
gracia del castrismo, ese cuadro cambió de modo radical: Hoy nuestra Cuba se ha
convertido en tierra de emigrantes, de las que todos (máxime si son jóvenes)
tratan de largarse a como dé lugar. Entre los nacidos en la Isla y sus
descendientes, los que tienen derecho a nuestra ciudadanía y residen en el
extranjero deben ser contados por millones.
Por supuesto que esta realidad, fruto del comunismo, debe ser tomada en
cuenta en la legislación de la futura Cuba democrática. En esto —pienso— es necesario
que se produzca un cambio radical no ya con respecto a lo que sucede en la
actualidad, sino incluso en relación con la situación que imperaba en nuestro
país antes de 1959.
Afirmo lo anterior porque (y es sólo un ejemplo), en la Cuba democrática no
se admitía que los ciudadanos radicados fuera de la Isla votasen. Es verdad
que, en este punto, no había grandes diferencias con otros estados del mundo,
que tampoco reconocían esa posibilidad a sus emigrados. Pero ha llovido mucho
durante estos últimos sesenta y tres años, y los países de nuestro entorno
cultural reconocen cada vez más, en principio, el derecho al voto de los
ciudadanos residentes en el extranjero.
En vista de ello, una disposición que me ha parecido ineludible incluir en
el Proyecto de Constitución Democrática para Cuba es el derecho de los
ciudadanos residentes fuera del país a inscribirse en el Padrón Electoral
Cubano y votar en igualdad de condiciones con sus compatriotas radicados en la
Isla. Considero que ese derecho debe abarcar, además, el de estar representados
con sus propios senadores y diputados en ambas cámaras del Poder Legislativo.
Junto a lo anterior, también se ha prestado atención a la admisión expresa
de la doble ciudadanía. (También esta es una realidad que afecta muy de cerca
al inmenso número de compatriotas residentes en el extranjero, por lo que no
puede —creo— ser soslayada en la carta magna de la futura Cuba democrática).
Derechos fundamentales
Volviendo a las razones expuestas arriba y por las cuales he optado por
redactar un Proyecto esencialmente prolijo, creo que para los lectores no será
difícil comprender por qué el Título Segundo del Proyecto (“De los derechos y
los deberes”) tiene una extensión considerable.
Conviene aclarar que esa Parte Dogmática del documento está inspirada en
gran medida en las preceptivas de la Constitución
democrática cubana de 1940. No obstante, forzoso es reconocer que en el texto
de mi autoría se han incluido, en esta materia, numerosos aspectos novedosos,
la gran mayoría de los cuales no podía figurar en la carta magna recién
mencionada porque ellos no habían sido concebidos aún al momento de acordarse
aquel documento trascendental. Por el contrario, esos aspectos omitidos allí y
recogidos ahora en el Proyecto, han surgido a lo largo de los más de ochenta
años decursados desde entonces.
Me remito, en ese sentido, al texto íntegro del Título Segundo de mi Proyecto de Constitución Democrática
para Cuba, el cual —repito— pensamos
publicar en la próxima entrega de nuestro Boletín.
No obstante, conviene señalar algunos de los derechos a los que les resulta
aplicable lo que acabo de plantear, pues no están previstos (al menos de modo
expreso) en el texto de 1940. Así lo haré a continuación.
En ese contexto, en lo tocante al tema de los derechos en general, puedo
mencionar:
· el
carácter inviolable, indivisible, universal, interdependiente y progresivo de
los derechos fundamentales;
· el
reconocimiento del terrorismo como esencialmente contrario a los derechos
humanos; y
· la
limitación de los derechos de cada persona únicamente por los derechos de los
demás, por la seguridad de todos y por las justas exigencias del bienestar
general.
En el terreno de los derechos civiles:
· el
derecho de todos al libre desarrollo de su personalidad;
· la
prohibición de obligar a alguien a realizar trabajos sin su pleno
consentimiento o sin que medie justa retribución;
· el
derecho a la integridad física y moral;
· la
obligación estatal de perseguir el tráfico, la trata y la desaparición forzada
de personas;
· la
prohibición de la discriminación por razón del estado de salud, discapacidad,
idioma o preferencia sexual (esto, claro, en adición a otras causales que sí
estaban contempladas en la Constitución
de 1940);
· el
derecho de todos al honor, a la intimidad personal y familiar y a su propia
imagen y voz;
· la
intervención de las autoridades en la conducta privada de las personas sólo
cuando esta afecte el orden público o los derechos de terceros;
· el
establecimiento de un plazo máximo de treinta días para responder a las quejas
y peticiones de los ciudadanos;
· el
derecho de cada persona a dirigir también quejas y peticiones a órganos e
instancias internacionales y a organizaciones privadas;
· el
derecho de toda persona a conocer, actualizar y rectificar las informaciones relativas
a ella que obren en bancos de datos y en archivos;
· el
reconocimiento como arbitrarias de las limitaciones al derecho de entrada en
Cuba y salida de ella que se establezcan por motivos políticos o ideológicos;
· la
extensión del secreto de las comunicaciones al correo y la mensajería
electrónicos y las redes sociales;
· el
derecho de toda persona a hacer lo que la Ley no prohíbe y a no ser obligada a
hacer lo que ella no ordena; y
· el
principio de que las acciones privadas que no dañen la moral o el orden público
y que no perjudiquen a tercero estarán fuera de la acción de los poderes
públicos.
En lo relativo al debido proceso, en el Proyecto de Constitución aparecen
consignados los aspectos siguientes:
· el
reconocimiento expreso del concepto mismo de “debido proceso”;
· el
derecho de todo acusado a contar con un abogado defensor al tomársele
declaración;
· el
derecho de todo acusado a que los descargos que formule sean investigados con
el fin de determinar el grado de veracidad de los mismos;
· el
derecho de todo acusado a lograr que se compela a comparecer a los testigos de
descargo admitidos en juicio;
· el
derecho a recurrir cualquier fallo sancionador para ante un Tribunal superior;
· la
prohibición de las sanciones de privación perpetua de libertad y otras;
· el
derecho a solicitar del Estado el restablecimiento o reparación de la situación
jurídica lesionada por error judicial, retardo u omisión injustificados;
· la
prohibición de la privación de libertad por deudas;
· el
derecho de todo detenido a comunicarse de inmediato con una persona de su
elección para informarle del hecho mismo del arresto, las razones invocadas
para realizarlo y en lugar en que esté privado de libertad;
· el
derecho de los extranjeros detenidos a comunicarse de inmediato con el
representante consular de su país;
· la
obligación de que la legislación procesal penal establezca, para los distintos
tipos de asuntos penales, la duración máxima que podrá tener la prisión
provisional; y
· el
principio de que todo preso continuará disfrutando de sus derechos fundamentales,
salvo los incompatibles con el hecho mismo de la prisión o los que hubieren
sido suspendidos expresamente en el fallo sancionador.
En lo que atañe a la libertad ideológica:
· la
prohibición del empleo de medios indirectos para restringir la libre emisión
del pensamiento;
· la
igualdad de oportunidades para todos en el acceso al espectro electromagnético;
· la
libertad de enseñanza, aprendizaje, investigación y cátedra;
· la
prohibición de los monopolios estatales o privados sobre los medios de comunicación
social;
· el
derecho a no declarar sobre su propia ideología, religión o creencias;
· la
objeción de conciencia;
· el
reconocimiento expreso de que el derecho a la libre reunión, manifestación y
desfile comprende los derechos a solicitar un cambio de gobierno, reclamar la
renuncia o destitución de determinados funcionarios y demandar el cambio de las
políticas públicas;
· el
derecho a no ser compelido a participar en una reunión o desfile;
· la
constitución de cada asociación lícita por el solo hecho de que tres o más
personas lo acuerden y establezcan las reglas necesarias y suficientes para su
gobierno interno; y
· el
reconocimiento de la existencia de una sociedad civil vigorosa y próspera como
un elemento vital del sistema democrático.
En el campo de los derechos económicos, sociales y culturales:
· el
reconocimiento del derecho de toda persona a ser empleada y a elegir su
profesión u oficio;
· el
derecho a ejercer cualquier actividad económica lícita; en particular, a
ejercer una profesión universitaria;
· el
derecho a ejercer el periodismo sin necesidad de título;
· el
derecho a guardar el secreto profesional, salvo en casos de comisión de
delitos;
· el
derecho de toda persona a la búsqueda de la felicidad y a procurar por medios
lícitos la consecución de un nivel de vida mejor para sí y su familia;
· el
derecho de las personas con discapacidad a que se respete su dignidad, así como
a un régimen legal que tienda a protegerlas, atenderlas y brindarles seguridad
y asistencia;
· el
derecho de toda persona a recibir protección social en la enfermedad, la vejez
y la incapacidad; y
· el
derecho de los progenitores a elegir el tipo de educación que deberán recibir
sus hijos.
En el campo de los derechos colectivos y las garantías constitucionales:
· el
derecho a la paz;
· el
derecho de los consumidores a recibir bienes y servicios de calidad;
· el
derecho de todos a disfrutar de un medio ambiente seguro, saludable, protegido
y ecológicamente equilibrado; y
· el
derecho al agua.
Un último aspecto que me parece importante destacar al abordar estos temas
es el de la inclusión, entre las garantías constitucionales, de los procesos de
habeas data; así como el reconocimiento del proceso constitucional de amparo
como herramienta para la protección de los derechos constitucionales en general.
¿Sistema presidencialista o
parlamentario?
Entre las cuestiones que más se debaten al abordar los temas del
constitucionalismo, se encuentran los pros y los contras que tiene cada uno de
los dos sistemas mencionados en la pregunta que da título a esta sección.
Al respecto puedo adelantar que el sistema plasmado en el Proyecto de
Constitución que publicaremos en breve es de carácter híbrido, y mantiene una
virtual equidistancia de los modelos clásicos de uno y otro tipo. En ese
sentido, podría calificársele como “semiparlamentario” (análogo al consagrado
en la admirable Constitución
democrática de 1940) o “semipresidencialista”.
Me animo a afirmar que el sistema del Proyecto de Constitución que
presentaré en el próximo número de nuestro Boletín,
en lo esencial, contiene las ventajas de uno y otro de los dos grandes sistemas
mencionados, y elude las desventajas que cada uno de ellos presenta.
Lo anterior no representa una afirmación gratuita de mi parte, sino que se
observa en los aspectos siguientes:
· El
primer mandatario es electo directamente por la ciudadanía (lo cual es la regla
en los sistemas presidencialistas), y no votado por el Legislativo (como suele
suceder en los de carácter parlamentario).
· El
sistema contenido en el Proyecto evita que el Ejecutivo cuente sólo con un
exiguo respaldo en el Legislativo. Esta situación (que suele constituir la
regla en la mayoría de los sistemas presidencialistas de América Latina)
provocaría que dicho Ejecutivo se vea reducido a una virtual impotencia al no
contar con la capacidad de desarrollar una agenda legislativa ajustada a su
programa de gobierno, o que, ante el claro predominio de sus opositores en el
Congreso, se vea obligado a recurrir a la corrupción para obtener determinado
apoyo de estos. Considero que ello resulta harto negativo en cualquier país,
pero sería funesto en una Cuba que empiece a andar nuevamente por un camino
democrático.
· Por
el contrario, el sistema previsto en el Proyecto tiende a asegurar que la
fuerza política que venza en las elecciones nacionales y pase a controlar el
Ejecutivo, cuente con un sólido respaldo congresional. Esto incluye una mayoría
absoluta que es prácticamente inevitable en una de las dos cámaras y muy
probable también en la otra.
· Lo
anterior (e insisto en este punto por la importancia extrema que le atribuyo)
evita que surja una estéril contradicción Legislativo-Ejecutivo como la que
suele producirse en muchos países presidencialistas; en particular, en Nuestra
América.
· Al
propio tiempo, se establecen normas para que en ninguna de las dos ramas del
Congreso exista un predominio total de un solo partido. En virtud de las reglas
establecidas, la Oposición contará necesariamente con más de un tercio de los
miembros en cada cámara.
· Gracias
a la mayoría congresional con la que debe contar el gobierno, se elude el
peligro que con frecuencia existe en los países con sistema parlamentario: el
de tener que establecer, cuando se fragmenta la votación, coaliciones
inestables. (El ejemplo más ilustrativo de lo anterior lo veíamos en la Francia
de la IV República, donde en ocasiones la duración de los distintos gobiernos,
al quebrarse una frágil coalición coyuntural, se medía en días, e incluso en
horas). Con el sistema establecido en el Proyecto de Constitución, esa mayoría
legislativa se establecerá no sobre la base de alianzas pasajeras y débiles
entre fuerzas políticas heterogéneas, sino por decisión del pueblo, que en la
primera o, en su defecto, en la segunda vuelta de las elecciones nacionales,
otorgará la mayoría absoluta de sus votos a la fuerza politica que deberá
controlar el Ejecutivo y predominar en el Legislativo.
· Con
respecto al planteamiento recién hecho, debemos destacar que, conforme al
sistema concebido y plasmado en el Proyecto de Constitución, la segunda vuelta
se realizará no sólo para determinar a cuál de las dos fuerzas políticas más
votadas corresponderá la Presidencia de la República (y también la del
Congreso), sino asimismo para definir cuál de ambas contará con una mayoría que
es virtualmente segura en la Cámara Alta del Legislativo (pero también es muy
probable en la Baja).
· En
el Proyecto se mantiene la dualidad Jefe de Estado (Presidente)-Jefe de
Gobierno (Premier), como resulta usual en los países parlamentarios (aunque
conviene recordar que también la Constitución democrática de 1940
establecía esa dualidad).
· Se
dispone que el Jefe de Gobierno (Premier) deba contar con la aprobación
congresional. No obstante, para su nombramiento se establecen dos sistemas
alternativos. Con esto se asegura que el cargo pueda ser cubierto por el
Presidente sin grandes dificultades ni complicaciones. El primero de esos
sistemas es el de investidura congresional, donde el Jefe del Estado debe
realizar consultas oficiales con los líderes de las principales fuerzas
políticas representadas en el Congreso. Esto (como es lógico) incluye a los
líderes congresionales del propio partido o coalición que condujo al mismo
Presidente a alcanzar el triunfo electoral, y que (como ya he señalado), en virtud
del sistema electoral establecido, es probable que cuente con mayoría en ambas
ramas del Legislativo o, al menos, en una de ambas). Tras realizar esas
consultas, el Presidente propone a un candidato que, en su opinión, cuente con
la posibilidad de ser investido por el Legislativo (recibiendo mayoría simple
en ambas cámaras o mayoría absoluta en una, a menos que la otra lo rechace,
también por mayoría absoluta). Si una de las cámaras aprueba la nominación y la
otra la rechaza, se prevé que el Presidente pueda someter su propuesta al
Congreso, a fin de que este órgano, compuesto por senadores y diputados, tome
la decisión final por mayoría simple de votos. El segundo sistema para el
nombramiento del Jefe de Gobierno es el de la terna, en el cual el Presidente
nombra libremente al Jefe de Gobierno de entre tres candidatos. En la
generalidad de los casos, se trataría de ciudadanos nominados por el mismo
Legislativo (uno por la Cámara Alta, otro por la Baja y el tercero por el
Presídium).
· El
Jefe de Gobierno (Premier) es nombrado por un período de hasta un año, pero el
Presidente puede ratificarlo en el cargo mediante un simple decreto que sólo
necesitará su firma. También puede destituirlo antes del año, utilizando el
mismo mecanismo de un decreto.
· El
Premier nombrará a los viceministros, ministros y otros jefes de organismos de
la Administración Central del Estado mediante un decreto que deberá tener el
visto bueno del Presidente. El mismo mecanismo existirá para la destitución de
esos funcionarios (aunque conviene aclarar que el Presidente, por sí solo, está
facultado para destituirlos o suspenderlos, pero en número no mayor de cinco).
No obstante, la responsabilidad política por el nombramiento (y por la
destitución, en su caso) recae enteramente en el Premier.
· En
el Proyecto, el Jefe de Estado no cuenta con la facultad de disolver el
Legislativo. No obstante, sí se contempla que, en casos excepcionalísimos (por
ejemplo, en una situación de grave crisis nacional), pueda dictarse una ley que
adelante las elecciones. Pero, en tal caso la medida afectaría no sólo a los
congresistas: ella, al reducir los períodos de mandato de todos los
funcionarios electivos, afectaría también al mismo Presidente, entre otros.
· El
Presidente está facultado para dictar decretos que no contravengan lo dispuesto
en las leyes. Esos decretos deberán estar contrasignados por el Premier y por
el ministro del ramo correspondiente o, en su defecto, haber sido aprobados
formalmente en una reunión del Gobierno. No obstante, para casos específicos el
Proyecto contempla que el Presidente emita determinados decretos con su sola
firma.
· El
Presidente no forma parte del Gobierno. No obstante, sí deberá ser informado de
toda la actividad de este último, así como ser invitado a sus reuniones. El Jefe
del Estado no está obligado a asistir a ellas, pero cuando lo hiciere, la
presidirá.
· Por
otra parte, conviene recordar aquí que el Legislativo está compuesto por dos
cámaras; en ellas es harto improbable que la fuerza política que eligió al
Presidente no cuente con mayoría absoluta (al menos, en una de ambas). Pues
bien: a ese Legislativo se le reconoce el derecho (mediante decisión
coincidente de una y otra cámara al acoger una moción de confianza dirigida
contra el Presidente) a destituir a dicho Jefe del Estado. No obstante, en
estos casos se le reconoce al Órgano de Nominación Presidencial (el cual, como
se explicará más adelante, está integrado exclusivamente por representantes del
partido o coalición que ganó las elecciones nacionales) el derecho a vetar, por
mayoría cualificada de las dos terceras partes de sus miembros, dicha moción de
confianza. (Esta última regla persigue un propósito: aunque se reconoce que el Presidente —en
principio— pueda ser destituido por el Legislativo, para que esta iniciativa
prospere es necesario que la necesidad de reemplazarlo goce de un respaldo
significativo —del orden de un más de un tercio— entre los integrantes del
mismo partido o coalición que lo condujo al poder).
· Al
no dificultar al extremo la destitución del Presidente en funciones (o sea,
que, para lograrla, no resulte necesario recurrir a un mecanismo engorroso y
demorado, como el del “impeachment” o “juicio político”) se facilita que se
eluda una situación sobre la cual alerta el ilustre profesor mexicano Fredo
Arias King, especialista en el tema de las transiciones a la democracia. Me
refiero a las incongruencias que en algunos países de Latinoamérica (él
menciona específicamente los casos de Violeta Barrios, Vda. de Chamorro, en
Nicaragua; y el de Vicente Fox, en el mismo México) se han observado entre los
programas enarbolados por las fuerzas prodemocráticas que los llevaron al
poder, de una parte, y la actuación desplegada por esos líderes tras instalarse
en la poltrona presidencial, de la otra. Esas incongruencias por supuesto que
deben ser evitadas, y él precisamente atribuye la virtual imposibilidad de
eludirlas (y, por ende, de enmendar el rumbo gubernamental erróneo) a las
grandes dificultades que el sistema predominante establece para la destitución
del Presidente en funciones. Por supuesto que, al simplificarse ese sistema, se
facilita una destitución que resulte deseable y necesaria.
· En
este asunto de las mociones de confianza (cada una de las cuales deberá estar
dirigida contra un solo funcionario), el Proyecto dispone que ellas deban ser
aprobadas en ambas cámaras cuando se pretenda destituir al Jefe del Estado, al
Premier o al Presidente del Congreso. En los restantes casos, ellas sólo
necesitan ser aprobadas en una de las cámaras (o en el Presídium, cuando el
Congreso esté en receso). Pero, en lo que atañe a las cámaras, la facultad de
aprobar mociones de confianza contra los vicepremieres, ministros, etc., deberá
ser ejercida en forma rigurosamente alternativa dentro de cada período de
sesiones. (Esta regla persigue el propósito de evitar que, de llegar los
oposicionistas a ser mayoría en una de las dos cámaras, se dediquen
sistemáticamente a destituir funcionarios ejecutivos en forma indiscriminada).
Sustitución presidencial
Un último tema que deseo abordar al referirme al Jefe del Estado es el de
su sustitución. Se sabe que, en los países de tradición presidencialista, ha
solido imperar el sistema surgido con la Constitución
federal de los Estados Unidos: un Vicepresidente que es electo conjuntamente
con el Presidente y que, en caso de ausencia de este último, lo sustituye hasta
el fin del período. Ese mismo fue el sistema que rigió en Cuba bajo las cartas
magnas democráticas de 1901 y 1940.
La historia nos enseña que, en lo fundamental, este sistema ha funcionado
razonablemente bien durante siglos en su país de origen. Pero no debe olvidarse
que en el gran país del Norte existe un sistema bipartidista bien arraigado.
Aunque no resulta raro que el Presidente y el Vicepresidente pertenezcan a distintas
tendencias del partido gobernante, en definitiva uno y otro son
correligionarios, de modo que cualquier dificultad que surja puede ser
solventada con relativa facilidad.
En los países de Nuestra América (y en particular en Cuba) no ha sucedido
lo mismo. En estos lares no resulta raro que la fuerza política gobernante
tenga un carácter más bien coyuntural, y esté constituida por partidos diversos
que, con fines electorales, forman una coalición más o menos efímera. No es
nada raro que la fórmula presidencial quede integrada por un representante del
partido dominante y por otro perteneciente a algún socio menor de la coalición.
Lo anterior es lo que sucedió en Cuba durante el período de vigencia de la Constitución del 40. Los dos últimos
presidentes plenamente democráticos que tuvo nuestro país (los doctores Ramón
Grau San Martín y Carlos Prío Socarrás) tuvieron vicepresidentes de ocasión
(Raúl de Cárdenas y Guillermo Alonso Pujol). Este último, por ejemplo, era
líder de un partidito de bolsillo (el diminuto Partido Republicano de Cuba). Lo
mismo sucedió bajo el último gobierno del general Batista (que, al ser fruto de
un golpe de estado militar, claro que no merecía el título de democrático; pero
que, en lo puramente formal, se ajustaba —a partir de 1955, claro— a lo previsto en la referida Constitución de 1940). Pues bien, el propio Fulgencio Batista,
líder del partido mayoritario de la llamada “Coalición Progresista Nacional”
(el PAP o Partido Acción Popular) llevó como candidato a Vicepresidente a un
representante de otra agrupación minoritaria dentro de dicha coalición (el
doctor Rafael Guas Inclán, del Partido Liberal).
Realidades como las que acabo de mencionar conducirían a que una enfermedad
fulminante, un atentado exitoso o un simple accidente, desemboquen en que la
jefatura del Estado pase del representante de un partido mayoritario y
dominante a otro de carácter secundario y hasta marginal. A lo anterior se une
que, en tal caso, el Vicepresidente, de ser una persona anodina, encargada
únicamente de funciones simbólicas y protocolares (como la de presidir el
Senado), pase a convertirse, de la noche a la mañana, en la primera figura de
la Nación.
Todas las razones antes mencionadas me han conducido a plasmar en mi
Proyecto de Constitución una solución distinta: Reglas claras para la
sustitución presidencial inmediata; pero esta tendría carácter puramente
provisional, con el fin de evitar que la República quede acéfala. A esos
efectos, se establece un orden de sucesión claro, similar al contemplado en la Constitución democrática de 1940: el
Presidente del Congreso, el de la Cámara
Alta, el de la Cámara Baja y, a falta de todos ellos, el magistrado más antiguo
del Tribunal Supremo. Pero todos estos reemplazantes tendrían un carácter
interino.
Si la falta del Presidente es definitiva, habría que elegir a uno nuevo. Si
la elección se hace durante el último año del cuatrienio, la realizará el
Congreso; si es durante el primer año, ella será necesariamente de carácter
popular, mediante una elección nacional extraordinaria. En los restantes casos,
será el Órgano de Nominación Presidencial (al cual me referiré con mayor
detalle más adelante) el que determinará si la elección la llevará a cabo por
el pueblo o el Congreso.
¿Unicameralismo o bicameralismo?
Una cuestión que posee importancia fundamental en cualquier constitución es
el de si los legisladores formarán parte de un solo cuerpo o de dos. Desde que
a partir de 1902 las autoridades cubanas tuvieron imperio en todo el Territorio
Nacional, en nuestro país rigió el bicameralismo (así se contemplaba en las
constituciones democráticas de 1901 y 1940); por el contrario, a partir de la
“institucionalización” del castrismo, se estableció un solo cuerpo legislativo:
la llamada “Asamblea Nacional del Poder Popular”. Confieso que, de entrada,
esta sola circunstancia inclina muy fuertemente mis simpatías hacia el
bicameralismo.
En lo referente a la conveniencia de que, en principio, existan dos cámaras
separadas, considero que ello reporta ventajas diversas, entre las cuales puedo
mencionar las siguientes:
· Cada
uno de los dos cuerpos colegisladores tiene un número de miembros (en mi
Proyecto, algo más de sesenta) que, aunque plenamente representativo, facilita
el trabajo de los respectivos plenos.
· Al
establecerse la existencia de dos cámaras, surge una posibilidad: que aquellos
de sus miembros que son seleccionados por los ciudadanos en los distintos
territorios electorales (que son cada provincia del país, el Municipio Especial
de Isla de Pinos y el conjunto de los países extranjeros en los que residan
compatriotas inscritos en el Padrón Electoral Cubano) lo hagan en base a
criterios alternativos: En la Cámara Alta, esa representación es esencialmente
paritaria. Por su parte, en la Cámara Baja, la representación de cada
territorio será proporcional a la población de cada uno de ellos.
· El
bicameralismo también ofrece una ventaja adicional: las decisiones más
trascendentales del Legislativo deben ser aprobadas en cada una de ambas ramas,
lo cual tiende a evitar decisiones festinadas o impensadas.
Es por todo lo anterior que he optado, en principio, por el bicameralismo.
No obstante, debo aclarar que también en
este punto he optado por una “solución híbrida”. Propongo, sí, que existan dos
cámaras, pero hay toda una serie de puntos (en particular, en asuntos cuya
solución requiera más rapidez, así como en toda una serie de casos en que se
produzca una discrepancia entre una y otra cámara) en que la decisión final
debe ser tomada por el Congreso, que está integrado por todos los senadores y
diputados. Lo anterior se contempla para diversos casos en el propio Proyecto
de Constitución; pero, además, el texto contempla que las leyes básicas (que,
si usamos la terminología de la Constitución
democrática de 1940, serían las “leyes extraordinarias”) puedan atribuir a ese
cuerpo legislativo plenario la decisión de otros temas adicionales. (Aquí
conviene aclarar que las leyes básicas son no sólo las que que deban tener ese
carácter en virtud de algún precepto del Proyecto de Constitución, sino también
las de carácter orgánico o electoral, las de amnistía, los códigos generales,
las que autoricen empréstitos y todas aquellas a las que las Cámaras les
otorguen ese carácter).
El carácter híbrido de lo plasmado en el Proyecto con respecto a la
dicotomía bicameralismo-unicameralismo, permite que, cuando se trate de
cuestiones en que resulta más adecuado el bicameralismo, las dos ramas del
Legislativo actúen y voten por separado, y la decisión correspondiente se
considere adoptada sólo cuando ambas coincidan.
Y por el contrario, en aquellas otras cuestiones en que parece más
apropiado que sea un solo órgano legislativo el que decida un punto
determinado, se contempla que los miembros de una y otra cámara sesionen
conjuntamente (en Congreso) a los efectos de adoptar la decisión que proceda.
En consecuencia, en estos casos y para esos efectos solamente, puede
considerarse que el Proyecto de Constitución que propongo ha adoptado una
solución unicameralista. De ahí el uso que he hecho del adjetivo “híbrido” para
calificar este sistema.
En cuanto a la composición de ambas cámaras, las reglas básicas son las
siguientes: la Cámara Alta estará integrado por senadores territoriales y
senadores nacionales. Los primeros serán dos por cada provincia, uno por Isla
de Pinos (que es un simple municipio, pero que conviene que tenga su propia
representación en ambos cuerpos colegisladores, debido al hecho insular y a que
no pertenece a provincia alguna). En cuanto a los cubanos residentes en el extranjero,
contarán con dos senadores o sólo uno, en dependencia de si el número de ellos
inscritos en el Padrón Electoral Cubano excede o no de la mitad de sus
homólogos que residen en la provincia que tenga el menor número de electores
inscritos. (Esta regla permitirá seguramente que, por muchos años, esos
compatriotas estén representados por un par de senadores. No obstante, se prevé
que cuando Cuba deje de ser un país de emigrantes —¿en el Siglo XXII?— y merme
considerablemente el número de los ciudadanos residentes en el extranjero
inscritos en el Padrón Electoral Nacional, ellos cuenten con un solo senador
territorial). El número total de los senadores nacionales excederá en uno el de
los territoriales. (Al día de hoy, los senadores serían 33 territoriales y 34
nacionales, para un total de 67).
Por su parte, la Cámara Baja tendrá el mismo número total de miembros que
la Alta (lo cual representa una novedad del Proyecto, pues lo usual en los
países democráticos es que una y otra rama del Legislativo difieran
considerablemente en ese aspecto). De ese total de miembros, poco más de un
tercio serán diputados nacionales (al día de hoy, serían 23 de 67). Las
restantes curules corresponderían a los diputados territoriales, y serán
distribuidas entre los distintos territorios electorales, en forma proporcional
a la población de cada uno de ellos. (En el caso de los cubanos residentes en
el extranjero, como no existe el dato de la población, se tomará en cuenta el
número de ellos inscrito en el Padrón Electoral Cubano). No obstante, cada
territorio electoral estará representado por al menos un miembro en la Cámara
Baja. Todos los diputados territoriales serán electos por distritos
uninominales. A esos efectos, los territorios electorales que deban estar
representados por varios diputados, se dividirán en un número de distritos
igual al de los diputados territoriales que deban elegir. La población de los
diferentes distritos en que se divida un territorio electoral (en el caso de
los cubanos residentes en el extranjero, el número de electores inscritos)
deberá ser similar.
Aquí conviene aclarar una cosa: He procurado evitar el fenómeno conocido
por el anglicismo “gerrymandering” (o sea, las manipulaciones al realizar las
divisiones de ese tipo con el objetivo de favorecer en forma coyuntural al
partido propio y perjudicar a los adversarios). Con ese fin se establecen
reglas claras para que sea un órgano neutral (la Corte Electoral) la que
realice dicha división. Además, este órgano deberá hacerla en base a una ley
básica (o, en su defecto, a un acuerdo de carácter general adoptado previamente
por la propia Corte Electoral) de no menos de cuatro años de antigüedad. Esa
ley básica o acuerdo previo deberá ir señalando qué municipio o municipios de
cada provincia (o, en caso necesario, qué barrios) irán incorporándose, y en
qué orden, para ir conformando los diferentes distritos de ella. A su vez, el
acuerdo que rediseñe los diferentes distritos electorales sólo se aplicará al
cabo de cuatro años de dictado. (Esta demora se establece para desestimular aún
más cualquier propósito de manipulación, pues resulta harto difícil determinar
cuál sería la forma más conveniente —para un partido político— de dividir un
territorio con casi un lustro de antelación a la fecha de las elecciones.
Además, ese lapso de cuatro años permitirá que, tanto los electores como los
políticos que aspiren a representarlos, dispongan de tiempo suficiente para
prepararse de cara al nuevo diseño de los distritos electorales).
Pasando a otro asunto, cabe señalar que, como órgano congresional,
destinado a coordinar, organizar e impulsar la actividad legislativa, se
establece un Presídium. Este órgano permanente estará encabezado por el
Presidente del Congreso e integrado por ocho representantes de cada cámara (el
Presidente de ella, más siete miembros electos por sufragio proporcional entre
las distintas fuerzas políticas allí representadas). De estos siete, ninguna
candidatura podrá obtener más de cuatro miembros. (El sentido de esta última
regla es garantizar que el partido o coalición de gobierno cuente con mayoría
en el Presídium, pero con menos de las dos terceras partes del total de sus
miembros).
Ese órgano tiene, entre otras funciones, la de aprobar o rechazar, en
principio, una proposición de ley. Al hacerlo, puede encomendar a una o varias
comisiones congresionales que dictaminen al respecto. También puede otorgar
carácter preferente a la tramitación de las proposiciones de leyes que
considere más urgentes (aunque aquí conviene aclarar que también el Gobierno,
mediante una decisión propia, puede otorgar ese carácter a determinadas
proposiciones de leyes, pero con una condición: que el número de ellas no
exceda en momento alguno de tres). En el caso de las leyes de tramitación
preferente, el Presídium deberá asignar su estudio a una sola comisión, a la
cual le fijará necesariamente una fecha tope para la emisión de su dictamen.
Conviene abundar en otro aspecto novedoso de cierta importancia al que ya
he aludido: que ambas cámaras tienen igual número de miembros. Esta regla (que
se aparta de manera notable de lo que resulta usual en la generalidad de los
otros países) permite que los órganos bicamerales (como el Congreso mismo, el
Presídium o las comisiones congresionales) puedan tener una composición paritaria
de senadores y diputados, y que esa composición sea, al mismo tiempo, la más
justa posible.
Con esta última afirmación estoy aludiendo a que, si ambas ramas del
Legislativo son esencialmente iguales en facultades e importancia, lo lógico es
que, en los órganos bicamerales, ambas cuenten con igual representación. Pero
tal solución, cuando el número de miembros de una y otra de esas dos ramas del
Legislativo difiere de modo considerable (que es el caso —insisto— en la
generalidad de los países democráticos del mundo), implica que los miembros de
la cámara más numerosa cuenten con una representación proporcionalmente menor
en esos órganos bicamerales, y viceversa. En el Proyecto de Constitución que se
está anunciando por este medio, como quiera que una y otra rama del Legislativo
tendrán el mismo número de miembros, se evita cualquier asimetría o desigualdad
de ese tipo.
La existencia de esas comisiones bicamerales presenta otra ventaja: Esa
circunstancia implica que no sea necesario que cada asunto sea examinado
indefectiblemente por no menos de dos comisiones: una en cada rama del
Legislativo. Esto también facilita que en la comisión bicameral puedan
armonizarse los criterios encontrados que puedan existir entre los miembros de
uno y otro cuerpo colegislador; y que queden consensuados los temas
fundamentales que deban decidir las Cámaras. Esto, a su vez, facilita que
ambas, cuando el asunto del que se trate sea sometido a su consideración, voten
de manera coincidente.
Otro aspecto a señalar con respecto a la actuación del Legislativo es que
en cada una de ambas cámaras existirán dos bancadas: la Gobiernista y la
Opositora. La primera de ambas estará integrada por los legisladores postulados
y electos por la fuerza política ganadora; la segunda estará compuesta por los
restantes miembros del órgano legislativo del cual se trate. La idea central es
que una bancada esté facultada para vetar determinadas propuestas que sean
consideradas por las Cámaras. Pero no cualesquiera (¡claro!), sino sólo las de
primordial importancia: las que representen “reglas del juego”, cuyo cambio, en
virtud de la mayoría conyuntural que pueda alcanzar determinada fuerza
política, pueda llegar a representar una imposición arbitraria de la mayoría
sobre las minorías. Por consiguiente, esa facultad de veto puede ejercerse por
una de las bancadas con respecto cuestiones fundamentales, tales como las
posibles enmiendas de la Constitución, los proposiciones de leyes básicas (no
así las de leyes ordinarias), los reglamentos del Congreso y de cada cámara,
las propuestas de expulsión de alguno de los congresistas de la cámara a la que
pertenezca y la ratificación de determinados tratados internacionales.
Diseño general del sistema de
gobierno establecido en el Proyecto
Antes de abordar este tema, conviene que yo cite un comentario que hace
como un lustro, con ocasión de una reunión a la que pude asistir cuando aún el
régimen castrista me permitía viajar al extranjero, hizo ante un reducido
número de personas un destacadísimo político latinoamericano: “En mi país no se
puede gobernar”.
Esa melancólica observación obedecía a las realidades políticas del sistema
democrático allí existente: amén de un número de partiditos políticos “de
bolsillo”, existían seis o siete agrupaciones medianas o mayores de ese tipo
(una realidad cuya existencia es propiciada por el mismo sistema político
imperante; en particular, por la integración del Legislativo mediante el
sufragio proporcional). Toda la actividad de estos últimos partidos se centra
en “sacarse el premio gordo” (la Presidencia de la Republica) en alguna de las
elecciones generales. En la primera vuelta de cada una de estas, la votación se
divide entre esa mano de partidos. En el balotaje, por supuesto, ese cargo
supremo se discute sólo entre las dos candidaturas más votadas, pero las
curules del Legislativo se reparten en base a la división de votos
experimentada en la primera vuelta. Es posible que la bancada del partido que
resulte ganador sea la mayor del Congreso, pero aun así a duras penas rebasará
—digamos— la quinta parte de las curules. En esas condiciones, el Ejecutivo
tiene que enfrentarse a la mano de partidos de oposición, que, con sus miradas
centradas en la siguiente elección presidencial, actúan en el Congreso con el
propósito central de crearse condiciones políticas favorables para cuando
llegue esa nueva contienda. Como resultado, el Gobierno no cuenta con respaldo
congresional, le resulta imposible desarrollar su agenda legislativa y se ve
condenado a una virtual inacción. En la siguiente elección presidencial, el
ciclo se repite. Y así ad infinitum.
La situación descrita en el párrafo precedente es, en esencia, la que ha
tenido lugar en la fraterna Costa Rica hace apenas unos días. En el balotaje
presidencial escenificado el 3 de abril de 2022 en ese país centroamericano
(que durante decenios ha constituido un luminoso ejemplo de democracia en
Nuestra América), el economista Rodrigo Chaves Robles triunfó de manera
inobjetable, al obtener el 52,81% de los votos válidos emitidos. Sin embargo (y
como resultado del sistema electoral allí imperante), su partido, Progreso
Social Democrático (PSD), tendrá sólo 10 de los 57 diputados de la Asamblea
Legislativa (es decir, menos del 18% de sus miembros). Decididamente, en esas
condiciones no resulta posible gobernar.
Confieso que el propósito de evitar situaciones como las mencionadas en los
dos párrafos precedentes ha constituido el norte que he tenido permanentemente
ante mí al diseñar el sistema político que propongo para la futura Cuba democrática
(y a alguno de cuyos aspectos esenciales me he referido ya). En las secciones
subsiguientes consignaré otras disposiciones de mi Proyecto de Constitución en
las cuales se materializa ese propósito al que acabo de aludir.
Aquí conviene que yo me refiera también a otra característica del sistema
establecido en mi Proyecto de Constitución Democrática: Siempre me ha parecido
indeseable que los funcionarios de elección popular reciban una especie de
patente de corso para todo su período de mandato de cuatro años. La regla
general es que ellos sólo puedan ser destituidos si son sometidos a juicio
penal (si este es autorizado, claro, por el órgano facultado al efecto) en caso
de presunta comisión de algún delito.
En mi proyecto, por supuesto, se contempla igualmente esa posibilidad y
(como se verá) se faculta a distintos órganos para autorizar ese tipo de
enjuiciamientos. Pero me ha parecido conveniente no limitarme a esos casos de
presunta comisión de delitos. Por eso he establecido un principio: que todos
los funcionarios electivos sean responsables ante el correspondiente órgano
político colectivo. En el caso de los jefes del Poder Ejecutivo a los
diferentes niveles (Presidente, gobernadores, alcaldes) contemplo que ellos
puedan ser destituidos por los órganos deliberativos correspondientes (cámaras
legislativas en el nivel nacional, diputaciones en las provincias, concejos en
los municipios). En cuanto a los miembros de estos últimos se prevé que,
conjuntamente con cada uno de esos miembros, sea elegido un Órgano de Control
compuesto por compromisarios nominados por la misma fuerza política de
aquellos. El cargo de compromisario sería honorífico y gratuito. El Órgano de
Control integrado por ellos estaría facultado no para impartir instrucciones al
funcionario electivo del que se trate, pero sí para destituirlo en casos
extremos (y por votación cualificada de dos tercios), así como para (por
mayoría absoluta de sus miembros) suspenderlo, autorizar su procesamiento,
concederle licencia, aceptar su renuncia y elegir en caso necesario a su
sustituto.
De manera análoga, también me ha parecido conveniente instituir un Órgano
de Nominación Presidencial. Como su nombre lo indica, este cuerpo estaría
encargado de nombrar a los precandidatos entre los cuales tendría que ser
escogido necesariamente al que sustituiría con carácter definitivo el Jefe del
Estado, en caso de falta de este. Esos precandidatos (no menos de cinco ni más
de diez) serían designados al efecto por el referido Órgano de Nominación
Presidencial. Se trata un cuerpo integrado en su totalidad por personeros
gobiernistas. Lo anterior comprende a todos los miembros de las bancadas
gobiernistas en ambas cámaras, hasta a 20 miembros del Gobierno, así como
sendos representantes de los órgano de control nominados por la fuerza política
gobernante para supervisar a sus congresistas. Esto incluye tanto a los que
resultaron electos como los que no lo fueron. (Estos últimos han sido incluidos
porque parece adecuado que en el Órgano de Nominación Presidencial estén
representadas todos los distritos y territorios electorales del país).
En lo que se refiere al carácter exclusivamente gobiernista del Órgano de
Nominación Presidencial, he partido de una base: El Jefe del Estado es escogido
en elecciones generales —junto con la mayoría de la Cámara Alta— para un
período de cuatro años. Si por cualquier razón el seleccionado por el pueblo
debe ser reemplazado, lo razonable es que lo sustituya otro líder que
pertenezca a la misma fuerza política de aquel o que, al menos, cuente con la
confianza de esta. Es por esta razón que la selección de los posibles
precandidatos a la Presidencia de Cuba se encomiende a un cuerpo integrado
únicamente por gobiernistas (aunque la elección final corresponda en definitiva
al Legislativo).
Para finalizar con los aspectos generales del sistema de gobierno previsto
en el Proyecto de Constitución, debo hacer alusión a un aspecto que considero
importante. Por ello le he dedicado un capítulo completo: el número V del
Título Tercero, intitulado “Del Renuevo en el Ejercicio de Cargos Públicos”. En
él reproduzco la prohibición de la reelección presidencial inmediata que
sabiamente —creo— introdujeron en nuestro ordenamiento supralegal los autores
de la Constitución democrática de
1940. Junto a ella aparecen otros límites en el ejercicio de distintos cargos,
tanto electivos como no. He previsto situaciones como la producida en Bolivia,
donde un órgano jurisdiccional complaciente declaró inconstitucional la norma
supralegal que limitaba el número de períodos consecutivos en los que un
ciudadano podía desempeñarse como Presidente de la República. El peregrino
argumento esgrimido por esos jueces decididos a congraciarse con el señor Evo
Morales fue que esa disposición, supuestamente, atentaba contra los derechos
políticos del exlíder cocalero. En previsión de esa situación, un precepto del
Proyecto (Art. 51.16) establece que tales prohibiciones no pueden ser
conceptuadas como una limitación de los derechos a ocupar cargos públicos de
los afectados por aquellas.
Sistema de partidos
Mi Proyecto de Constitución, desde luego, pone fin al bochornoso
unipartidismo impuesto en las superleyes castristas. El fatídico artículo 5 de
estas, cuya versión actual incluso asigna al partido comunista la condición de
“único” (carácter que siempre tuvo, pero que ahora está plasmado además en la Constitución), es reemplazado por el
principio que recogían las cartas magnas de la Cuba democrática: “Es libre la
formación de partidos y organizaciones políticas”.
Para evitar la excesiva proliferación de fuerzas políticas, se acepta el mismo principio planteado en la Constitución de 1940: para que un
partido pueda tener existencia legal, debe obtener el respaldo de no menos del
2% del electorado. Este principio se establece con carácter general, aunque con
una excepción: los tres que obtengan mayor respaldo popular no necesitan llenar
ese requisito. Con ello se garantiza que existan siempre no menos de tres
partidos políticos.
No obstante, resulta conveniene que yo haga una salvedad: reconozco que el
diseño electoral de mi Proyecto de Constitución propicia el surgimiento de un
sistema esencialmente bipartidista. Este puede consistir en dos grandes
partidos o dos grandes coaliciones (o uno y otra, claro). Considero que se trata
de opciones entre las cuales no existen grandes diferencias sustanciales. Al
facilitar la existencia de dos grandes fuerzas políticas preponderantes, se
imita a las democracias que han alcanzado las mayores cotas de prosperidad,
progreso y estabilidad, como Inglaterra (cuna de la democracia moderna) y
Estados Unidos. Pero es el mismo sistema electoral el que propicia que
ciudadanos y políticos tiendan a agruparse mayoritariamente en dos grandes
bloques; o sea, que este resultado no es producto de un ucase ignominioso y
arbitrario, como la pragmática castrista que impone el unipartidismo.
Aclaro también que, pese a que, en principio, se reconoce la existencia
legal de las tres fuerzas políticas mayores y de todas las restantes que
alcancen el apoyo del 2% o más de los electores, no necesariamente todas ellas
podrían, en una elección, presentar a sus propios candidatos a los diferentes
cargos públicos. Es que he tenido presentes antecedentes como los de Haití (27
candidaturas presidenciales en 2016), Costa Rica (25 en 2022) o Perú (“sólo” 18
en 2021). Desde luego que este es —pienso— un fenómeno vitando. Esa
multiplicidad exagerada de opciones atomiza la votación y dificulta que los
electores puedan tomar una decisión informada al sufragar. Por esa razón, mi Proyecto
de Constitución admite un número de candidaturas que matemáticamente no puede
exceder de siete. (No obstante, en vista del bipartidismo que ese texto
propicia, me parece difícil que, en la práctica, ese número exceda de cuatro o,
a lo sumo, cinco).
Aspectos generales del Sistema
Electoral
En el Proyecto de Constitución se propone la celebración de elecciones cada
dos años. Estas serán alternativamente nacionales y locales. En las primeras se
elegirá al Presidente de Cuba, al del Congreso y a los integrantes de ambas
cámaras del Legislativo. En las elecciones locales serán seleccionadas todas
las autoridades electivas de provincias y municipios. Las elecciones de un
mismo tipo se realizarán con una separación de cuatro años entre una y la
siguiente.
Cada uno de esos procesos bienales puede constar de hasta tres fases:
· Elecciones
primarias;
· Primera
vuelta de las elecciones propiamente dichas; y
· En
caso necesario, segunda vuelta de las elecciones propiamente dichas.
La participación en los electores en las primarias será voluntaria. En el
Proyecto se rechaza el concepto de celebrarlas en un solo día, que ha dado vida
a las siglas “PASO” que prima en la Argentina y otros países latinoamericanos
(donde el adjetivo “simultáneas” está representado por la “S” de las siglas).
En mi opinión, esa simultaneidad desvirtúa el carácter que debe tener una
elección primaria; de hecho, esa disposición transforma el sistema electoral
—creo— en uno de tres vueltas (en el que las PASO representan la primera de
ellas); se trata de una realidad que carece de sentido, en mi opinión.
Por el contrario, he preferido, para las elecciones primarias, imitar en
esencia la votación escalonada que existe, por ejemplo, en Estados Unidos
(aunque no por provincias, que sería el equivalente cubano de lo que sucede en
el gran país del Norte, donde cada estado vota un solo día). Por consiguiente,
he preferido proponer que la votación se vaya realizando de modo escalonado,
pero simultáneamente en todo el Territorio Nacional (y también entre los
cubanos residentes en el extranjero), con realización de votaciones diarias en
distintos colegios electorales determinados por sorteo en cada una de las
áreas.
He optado por la votación escalonada porque ese sistema permite que, a lo
largo del proceso, los simples electores, los diferentes candidatos y los
distintos partidos políticos vayan ajustándose paulatinamente a los resultados
diarios de las votaciones. De modo simultáneo, pueden irse consensuando las
candidaturas de cada fuerza política y diseñando las estrategias de cada una de
estas de cara a las elecciones propiamente dichas.
No obstante, como quiera que Cuba es un país pequeño y unitario (donde no
es necesario que ese proceso se prolongue durante meses, como en Estados
Unidos), he optado por establecer un límite de duración para esas elecciones
primarias: no más de un mes. Esto permite que, al final de cada semana
laborable, puedan retirarse de la contienda determinados precandidatos que no
hayan recibido el favor popular, insertarse otros nuevos, etc. Ese sistema
también viabiliza que, en sólo un mes, estén definidos ya los resultados de
dichas elecciones primarias.
Por otra parte, estas últimas desempeñarían un papel central en el proceso
de reorganización de los partidos polítidos ya existentes y de organización de
otros nuevos. Esto se reflejaría en aspectos tales como la proporción de los
electores que exprese su respaldo a cada uno de los partidos (con el
consiguiente resultado de si uno u otro tendrá o no existencia legal en lo adelante),
etc.
Otro aspecto a señalar es que cada elector, al votar en una primaria, tenga
dos opciones: 1) llevarlo a cabo sin exteriorizar públicamente sus preferencias
por uno u otro partido o; 2) hacerlo como simpatizante de un partido político
determinado. Esto último podrá realizarlo siempre que las autoridades del
propio partido acepten que lo haga así. (Esta regla está destinada a proteger a
los partidos pequeños de las maniobras politiqueras que puedan realizar los de
mayor membresía).
Si el elector vota como simpatizante de un partido político (o como miembro
de él, si el propio partido establece ese requisito para permitirle votar),
podrá escoger entre los diferentes precandidatos del partido y participar
democráticamente en la elección de los delegados a las asambleas del mismo, así
como en la decisión de otras cuestiones internas del partido.
Por su parte, el que vote sin exteriorizar sus preferencias políticas podrá
escoger entre los precandidatos independientes y los de aquellos partidos políticos
que acepten que cualquier ciudadano pueda participar en la selección de sus
candidatos (algo que cabe esperar que sea aceptado por aquellos que cuenten con
mayor respaldo electoral y, por consiguiente, puedan confiar en que a sus
adversarios no les resulte posible montar una maniobra politiquera para
distorsionar el resultado de esa votación). En cualquier caso, también se podrá
votar “en blanco” (consignando el nombre de un ciudadano que no figure como
precandidato) o expresar el respaldo a cualquiera de los partidos políticos que
estén organizándose o reorganizándose (por la vía de votar por su
precandidatura completa).
Se establece como regla que, quien aspire a ser postulado para un cargo
público dentro de un partido político, no podrá (en caso de no resultar
seleccionado) figurar después como candidato independiente o de otro partido
político. (Esto con el fin de impedir maniobras politiqueras que, por
desgracia, no es raro que sucedan en otras latitudes).
Primera vuelta de las elecciones nacionales
En la primera vuelta de las elecciones nacionales propiamente dichas, se
presentarán al electorado las distintas candidaturas para cubrir los diferentes
cargos que estén en disputa (Presidente de Cuba, Presidente del Congreso,
senadores y diputados). El número de dichas candidaturas debe ser al menos de
dos (abandonando el sainete grotesco de las votaciones comunistas, en las que
el elector carece de escogencia, ya que el número de candidatos es igual al de
los cargos a cubrir). Conviene aclarar que, en virtud del sistema establecido,
es probable que el número mínimo de candidaturas sea de tres.
No obstante, no se excluye que el número de esas candidaturas sea mayor,
pero —eso sí— siempre que no se rebase el límite superior establecido. (Como ya
expresé, matemáticamente el límite máximo es de siete, pero en la práctica es
más probable que su número nunca pase de cuatro o cinco).
En esa primera vuelta, cada elector podrá sufragar libremente por la
candidatura de su preferencia. En las elecciones nacionales, votará
simultáneamente, en una misma boleta (y con una sola cruz), por los candidatos
a Presidente de Cuba, Presidente del Congreso y senadores. (Aquí conviene
aclarar que el hecho de incluir todas esas candidaturas en una sola boleta se
hace con el fin de garantizar que quien sea escogido como cabeza del Poder
Ejecutivo cuente con una mayoría virtualmente segura, al menos en la Cámara
Alta. Con ello se evitan situaciones vitandas, como la de las elecciones
celebradas en 2022 en Costa Rica, a la cual me referí anteriormente).
Cada fuerza política llevará dos candidatos para senadores territoriales.
Como regla, uno aspirará a ser el titular; y el otro, su suplente. No obstante,
en los territorios electorales que deban contar con dos representantes en el
Senado, los candidatos a senadores territoriales de las dos fuerzas políticas
preponderantes llevarán a ambos candidatos a senadores en plano de igualdad, y
cada elector tendrá las opciones de expresar su preferencia por uno o por el
otro. Esta regla obedece a que, como ya he señalado, el sistema diseñado tiende
a favorecer la existencia de dos grandes fuerzas políticas predominantes. De no
existir esta regla, el solo hecho de ser presentado como candidato por una de
ambas equivaldría en la práctica a la virtual seguridad de resultar electo (lo
mismo que pasa hoy con las falsas votaciones para diputados castristas). Creo
que esto debe evitarse, pues es necesario que el electorado cuente con una
verdadera escogencia.
En el caso de los senadores (y entre los de las distintas provincias y del
conjunto de los cubanos residentes en el extranjero), podrán resultar electos
en esa primera vuelta sendos senadores titulares (y sus respectivos suplentes)
por cada una de las dos fuerzas políticas más votadas en el territorio del que
se trate. En la Isla de Pinos (que elige a un solo senador titular y a su
suplente), ellos serían, como es lógico, los postulados por la fuerza política
que más votos reciba en ese Municipio Especial.
No obstante, tanto en los territorios electorales representados en la
Cámara Alta por un solo senador como en los que cuenten con dos, para su
elección en la primera vuelta será necesario que la candidatura o candidaturas
ganadoras obtengan la mayoría absoluta de los votos válidos emitidos. (En el
caso de los territorios a los que les corresponde elegir a dos senadores
territoriales, la suma de los votos obtenidos por las dos candidaturas
senatoriales ganadoras debe ser mayor que la de todas las restantes).
Cuando la candidatura o candidaturas senatoriales ganadoras en un
determinado territorio electoral no llenen el requisito plasmado en el párrafo
precedente, será menester celebrar una segunda vuelta para elegir al senador o
senadores territoriales.
Por su parte, los senadores nacionales serán electos en primera vuelta sólo
si en esta la fuerza política ganadora obtiene más de la mitad de los votos
válidos emitidos a nivel nacional. En tal caso, las senadurías nacionales serán
repartidas entre las distintas candidaturas en forma proporcional al número de
votos válidos obtenido por cada una de ellas. Esto, en principio. No obstante,
para evitar que la fuerza política ganadora ejerza una preponderancia excesiva
en la Cámara Alta, se asegurará que la candidatura ganadora obtenga, sí, más de
la mitad, pero también menos de los dos tercios de las curules existentes en
ella. (Esta último principio vale también para cuando se haga necesario
celebrar una segunda vuelta).
En caso de que haya que celebrar una segunda vuelta para elegir al Presidente
de Cuba, al del Congreso y a la generalidad de los senadores nacionales, se
distribuirá un número limitado de senadurías nacionales entre las fuerzas
políticas que no deban participar en dicha segunda vuelta. Esto se hará a razón
de una curul por cada ocho por ciento de la votación que haya obtenido en la
primera vuelta cada una de esas fuerzas políticas. (Aunque a la que quede en
tercer lugar le bastará con alcanzar el 5% para obtener una senaduría
nacional).
Para la elección de los diputados, se empleará una boleta distrital
separada. Como ya expliqué, casi dos tercios de los miembros de la Cámara Baja
son elegidos por distritos uninominales. Conviene aclarar que el sistema de
distritos uninominales se ha escogido porque ese sistema ha probado rendir
grandes beneficios en los países democráticos que han optado por él, como es el
caso de Inglaterra y Estados Unidos. La candidatura de diputado titular y
diputado alterno que resulte más votada en un distrito ganará en primera vuelta
si obtiene más votos que la suma de todos los alcanzados por las restantes
candidaturas. En caso contrario, esos diputados titular y alterno serán electos
en la segunda vuelta.
Segunda vuelta de las elecciones
nacionales
Si en primera vuelta ninguna de las candidaturas obtiene más de la mitad de
los votos válidos emitidos a nivel nacional, las dos fuerzas políticas más
votadas concurrirán a una segunda vuelta. Para decidir este punto, los
electores votarán en una boleta nacional.
En la segunda vuelta, la fuerza política vencedora obtendrá los puestos de
Presidente de Cuba y Presidente del Congreso. Las senadurías nacionales no
asignadas en base a los resultados de la primera vuelta (es decir, las que no
hayan sido distribuidas con arreglo a los resultados alcanzados en ella por las
fuerzas políticas que hubieren ocupado los puestos tercero o inferior, a razón
de un senador nacional por cada 8% de los votos obtenido), serán distribuidas
entre las dos fuerzas políticas participantes en dicha segunda vuelta. En
principio, esa distribución se hará en forma proporcional al número de votos
obtenidos en esa segunda vuelta por cada una de ambas. No obstante (y como ya
he expresado), se prevé que la más votada de las dos deberá contar en total
(sumando todos los senadores territoriales y nacionales alcanzados por ella),
con más de la mitad, pero menos de los dos tercios de los miembros de dicha
Cámara Alta. (Se aclara que esto se hace con el fin de evitar su total
predominio en ese cuerpo). Para alcanzar ese fin, al hacer la distribución
definitiva de las senadurías nacionales restantes entre las dos fuerzas
políticas participantes en la segunda vuelta, se harán los ajustes que resulten
necesarios para procurar que la fuerza política ganadora alcance una proporción
de curules ajustada a lo recién señalado.
En los territorios electorales en los que los senadores territoriales no
hayan podido ser electos en la primera vuelta, concurrirán a la segunda las dos
candidaturas senatoriales que más votos hubieren obtenido, si al territorio le correspondiere
estar representado por un solo senador. Si le correspondieren dos senadores,
concurrirán a la segunda vuelta las cuatro candidaturas más votadas en la
primera. Para realizar esta votación se empleará una boleta territorial. Como
es lógico, triunfarán en ese balotaje la candidatura o las dos candidaturas
(según el caso) que más sufragios obtengan.
En lo que concierne a la Cámara Baja, en la segunda vuelta ganará en cada
distrito la candidatura para diputados (titular y alterno) que más votos obtenga
en él. Con ese fin se usará una boleta distrital separada. A esa segunda vuelta
concurrirán necesariamente las dos candidaturas que más votos hubieren obtenido
en el distrito del que se trate durante la primera; también la que hubiere
quedado en tercer lugar, siempre que se trate de la candidatura de una de las
dos fuerzas políticas más votadas en las elecciones a nivel nacional, y a
condición de haber obtenido en primera vuelta no menos de la quinta parte de
los votos válidos emitidos en las elecciones para diputados celebradas en ese
distrito.
Como ya especifiqué, un tercio de los miembros de la Cámara Baja (para ser
exacto, un poquito más de un tercio: al momento actual, 23 de los 67 miembros
de ese cuerpo) serán diputados nacionales. Estos cargos serán distribuidos
entre las candidaturas que resulten perdedoras en los diferentes distritos
electorales. A esos efectos se tomará en cuenta el total de los votos obtenidos
en cada distrito, durante la última vuelta de las elecciones para diputados celebrada
en él, por la candidatura o candidaturas que no hayan vencido en dicho
distrito. El número de esos sufragios alcanzados por esas fuerzas políticas no
ganadoras en cada distrito electoral se sumará, y las curules de diputados
nacionales se distribuirán entre ellas en proporción al número total de esos
“votos perdedores” obtenidos por cada una a nivel nacional.
Este sistema se ha establecido con el fin de evitar situaciones como las
que se han dado en algunos pequeños estados insulares en los que impera el
llamado “Sistema de Westminster”, surgido en Inglaterra. Es cierto que se trata
de países muy pequeños y de población reducida y homogénea, que generalmente es
del orden de los cientos de miles. En virtud de ello, el número de distritos
para la elección de diputados no es grande.
Hecha esa salvedad, hay que decir que ha habido casos en que, como
resultado de una elección general, el partido ganador ha logrado el copo del
Legislativo, lo cual creo que cabe valorar como un resultado antidemocrático y
vitando. El ejemplo más reciente de ese tipo lo vimos en las elecciones
generales realizadas en Barbados en 2018; en ellas, el Partido Laborista obtuvo
todas y cada una de las 30 curules en disputa. En Mauricio, en 1982 y de nuevo
en 1995, un solo partido ganó en todos los distritos electorales. A ello
podríamos agregar que en la misma Barbados se produjeron resultados parecidos
en 1986 (la correlación Gobierno-Oposición fue de 24-3) y 1999 (26-2). De modo
análogo, en las elecciones de 1997 en Santa Lucía la correlación fue de 16-1.
Aunque el sistema que se propone en el Proyecto de Constitución redactado
por mí no es de carácter parlamentario, me ha parecido preferible que en él se
evite que en la Cámara Baja, como resultado de un amplio predominio de la fuerza
política más votada, se produzca un resultado análogo a los señalados en el
párrafo precedente. De ahí la distribución de poquito más de un tercio de las
curules de diputados entre las “candidaturas perdedoras”. Esto, a su vez, hace
matemáticamente imposible que la fuerza política mayoritaria alcance o supere
los dos tercios de las bancas en esa cámara.
Elecciones locales
Para las elecciones de las autoridades municipales y provinciales (que,
como ya he señalado, están previstas a realizarse cada cuatro años y en forma
alternativa a las elecciones nacionales), en el Proyecto de Constitución se
establece un sistema análogo al previsto para las elecciones nacionales:
elecciones primarias (para los partidos provinciales o municipales, así como
para los de carácter nacional que deseen participar en dichas elecciones
locales), seguidas de una o dos vueltas de elecciones propiamente dichas (en
dependencia de si la fuerza política más votada alcanza o no la mayoría
absoluta de los votos en la primera vuelta electoral).
En definitiva, tanto a nivel provincial como municipal, los poderes
públicos son similares. Las funciones ejecutivas son desempeñadas,
respectivamente, por un Gobernador y un Alcalde, los cuales deben ser electos
por mayoría absoluta de votos (ya sea en la primera vuelta, o en la segunda, a
la cual sólo concurrirían las dos fuerzas políticas que mayor respaldo hubieren
obtenido en la primera).
A su vez, los respectivos órganos deliberativos (Diputación en las
provincias y Concejo en los municipios) estarán compuestos por dos tipos
diferentes de miembros: 1) representantes de las subdivisiones de cada uno de
esos tipos de territorios (que en las provincias son los municipios; y en
estos, los barrios), en número de uno a tres por cada uno, en dependencia del
porcentaje de la población que tenga cada una de esas subdivisiones; y 2)
representantes electos por listas cerradas al nivel correspondiente (consejeros
provinciales en las provincias, y concejales en los municipios).
Un aspecto importante al que conviene aludir aquí es la división en
provincias del Territorio Nacional. Sucede en esto algo diferente a lo que
ocurre con la división de provincias en municipios (aunque el término correcto,
que eliminaron los comunistas, sería “términos municipales”) o la de estos en
barrios (que en la demencial terminología castrista reciben el nombre de
“consejos populares”). Tanto los municipios como los barrios, por su menor
jerarquía e importancia, es lógico que no sean consignados en la Constitución;
en el caso del Proyecto que ahora se introduce, esa materia queda para ser
regulada por las leyes básicas.
No sucede así con las provincias. Estas divisiones mayores del Territorio
Nacional, debido a la importancia relativa que poseen, es conveniente que
aparezcan recogidas en la carta magna de la República. Es lo que nos enseña,
por ejemplo, el párrafo primero del artículo 4 de la Constitución democrática de 1940. El problema radica en que, como
se sabe, esta última norma supralegal se refería a las seis provincias
establecidas en el país desde la etapa final de la dominación colonial
española. En la actualidad, el número de ellas es más del doble. Además, se ha
elevado la jerarquía de la Isla de Pinos, aunque rebautizada como “Isla de la
Juventud” en forma arbitraria y hasta un poco loca (al parecer, el fundador de
la dinastía castrista creyó que, a raíz de ser ella poblada por una cantidad
considerable de jóvenes, ¡con el paso de los años ese territorio seguiría
conservando incólume su elevada proporción de población no adulta!)
La pregunta que se impone es: ¿Qué hacer ante ese cambio sustancial en el
ordenamiento territorial de nuestra República!
Lo primero que conviene reconocer —creo— es que el proceso de división de
las provincias mayores es un resultado natural de la evolución demográfica
experimentada por nuestra Isla. De hecho, ese proceso ya había comenzado (al
menos en parte) en la Cuba democrática. Como ejemplo podemos citar la zona
norte de la provincia de Oriente (centrada en la ciudad de Holguín). La
provincia tradicional antes mencionada (que era la mayor de entonces) seguía
siendo una sola, pero a los efectos judiciales y militares ya se había dividido
en dos (con la creación del distrito judicial de Holguín, así como del
Regimiento “Calixto García”). Algo similar se barruntaba también con la zona
sudoccidental de Las Villas, donde resultaba indiscutible el liderazgo regional
de la ciudad de Cienfuegos, que reclamaba ya convertirse en sede de otra
audiencia.
En definitiva, lo que hizo el régimen castrista fue acelerar y definir ese
proceso que me he animado a calificar de “natural” (y que constituye una
realidad desde hace ya decenios). No niego que, al establecer la nueva división
político-administrativa, hayan podido cometerse excesos. No sólo en lo
referente a las provincias, sino también en los municipios, una buena cantidad
de los cuales fue borrada de un plumazo.
No excluyo —pues— que resulte conveniente rectificar determinados errores.
Pero si reconocemos que el rediseño de las provincias del país era un proceso
necesario y “natural”, entonces se entenderá por qué, en el Proyecto de Constitución,
he reconocido las quince provincias hoy existentes, aunque, por supuesto,
cambiando el nombre de Granma (¡es una enormidad que un régimen tan antiyanqui
como el castrista haya designado a una de sus provincias con el término
anglosajón para “abuelita”!).
Si se me permite la comparación, considero que en este asunto existen
notables similitudes entre lo vivido en Cuba durante este último medio siglo y
lo sucedido en Francia durante la Revolución: A fines del Siglo XVIII, el nuevo
régimen barrió de un plumazo el obsoleto sistema de las antiguas provincias
heredadas de la Era Medioeval; empleando criterios más racionales, dividió el
país completo en departamentos (que son, en esencia, los mismos que subsisten
hoy, al cabo de más de dos siglos). Lustros más tarde, al producirse la
restauración de los Borbones, algunos hablaron de revertir esa nueva división
político-administrativa, pero todo quedó en meras conversaciones…
Con la Isla de Pinos sucede algo similar que con la división en provincias.
Su pertenencia en tiempos democráticos a la antigua provincia de La Habana
(como uno más de sus términos municipales) se antoja injusta. Y en estos
tiempos, ¿a cuál de las quince habría que adscribirla! (¿a Artemisa o a
Mayabeque!). Tanto una como la otra solución representaría —creo— una
arbitrariedad. En la Isla de Pinos concurre lo que los españoles, en su actual Constitución, con exactitud y finura,
han denominado “el hecho insular”. Esa especial circunstancia de tratarse de
una isla separada de su hermana mayor de Cuba, la hace merecedora —pienso— de
esa autonomía formal de la cual la han dotado las autoridades castristas.
Aquí conviene apuntar que he tenido presente la regulación de situaciones
análogas que existe en otros países de Nuestra América. Pero no me ha parecido
conveniente darle a la formación política de esa segunda isla de nuestro
Archipiélago un nombre diferente (como sucede en algunos de esos países
democráticos, en los que existen “territorios”, “comisarías”, etc.). Por el
contrario, he considerado adecuado conservar la misma terminología que rige en
la actualidad (y que es bien conocida y comprendida por nuestros compatriotas):
un Municipio subordinado directamente a las autoridades nacionales (y no a las
de provincia alguna).
Conjeturo que diversos demócratas objetarán esta parte de mi Proyecto. A
los que así piensen sólo me animo a hacerles un breve comentario y una
sugerencia: Parece recomendable que la supresión (en su caso) de las nuevas
provincias y de la autonomía de la Isla de Pinos, no sea el resultado de un
ucase inconsulto emitido desde la capital. Por el contrario, convendría que ese
resultado contase con la aprobación de los mismos compatriotas nuestros que
residen en esos territorios, emitida de manera libre tras haber sido
convencidos, por medios democráticos y pluralistas, de la conveniencia y la
necesidad de seguir esa línea de acción.
Es en base a esas consideraciones que me atrevo a sugerir a esos
compatriotas (que son quienes creen en la necesidad de restablecer la división
político-administrativa de Cuba que existía en 1958) que, al llegar el momento
oportuno, integren una comisión representativa de todos los que compartan ese
criterio. Esa comisión estaría encargada de visitar Guantánamo, Bayamo,
Holguín, Las Tunas, Ciego de Ávila, Sancti Spíritus, Cienfuegos, San José de
las Lajas, Artemisa y Nueva Gerona. Su misión sería la de convencer a nuestros
compatriotas residentes en esos territorios de la necesidad de eliminar las
provincias creadas bajo el castrato.
Consenso
Creo que, para un sistema democrático y participativo como el que se aspira
a reinstaurar en Cuba, resulta conveniente que, en lo posible, distintas
decisiones se adopten no por mayoría de votos, sino por consenso. En ese
sentido, un precepto del Proyecto de Constitución (Art. 59.1) dispone que, en
los cuerpos deliberativos nacionales y locales, se procurará adoptar decisiones
consensuadas. Si todo se limitase a eso, ese precepto representaría sólo la
expresión de un buen deseo. Pero no es así.
En todo país democrático hay cargos que conviene que sean desempeñados por
ciudadanos que, por su prestigio e imparcialidad, gocen de la aceptación y el
respeto de las distintas fuerzas políticas y de la ciudadanía en general. Esto
es válido para los de los cuerpos supremos de otros poderes del Estado (como el
Judicial y otros). Con vistas a cubrir esos cargos, me ha parecido oportuno
recomendar la creación de un órgano bilateral para el cual propongo el nombre
de Mesa de Consenso. Esta estará compuesta por dos delegaciones: una
Gobiernista y otra Opositora. Cada delegación constará de siete miembros: uno
nombrado por el correspondiente candidato a Presidente (el ganador y el
ocupante del segundo lugar, según el caso) y tres electos por cada una de las
bancadas existentes en las Cámaras (las gobiernistas, en un caso; y las
opositoras, en el otro).
Para que que la Mesa de Consenso pueda tomar un acuerdo cualquiera, será
menester que él sea aprobado mayoritariamente por ambas delegaciones. Considero
que esto propicia que los cargos en el Tribunal Supremo, la Corte
Constitucional, la Corte Electoral y otros órganos de naturaleza similar, sean
cubiertos por ciudadanos que, por su competencia e imparcialidad demostradas,
sean aceptables para las distintas fuerzas políticas (o, al menos, para las dos
mayores, que serán las que respectivamente deberán controlar cada una de ambas
delegaciones en la Mesa de Consenso). Esto, a su vez, ayudará a evitar los
nombramientos de magistrados que tengan motivaciones puramente sectarias.
El mecanismo por el que he optado con ese fin es que la Mesa de Consenso
formule las propuestas para ir cubriendo los distintos cargos en los órganos
recién mencionados y que cada una de esas propuestas sea sometida a la
aprobación formal del Congreso o de los órganos deliberativos locales, según el
caso. En ese contexto, el trámite de la aprobación de cada propuesta por
mayoría cualificada constituirá más bien una formalidad, pero la cual resulta
imprescindible para dotar de legitimidad democrática la investidura de los
magistrados escogidos.
Nombramientos de magistrados de los
órganos jurisdiccionales de nivel nacional
En una serie de países (incluyendo la Cuba prerrevolucionaria) se siguió el
ejemplo sentado por la Constitución federal de los Estados Unidos: nombrar a
los magistrados de la Corte Suprema con carácter vitalicio.
Como ya he adelantado con los planteamientos que he hecho en la sección
precedente, ese sistema no me ha parecido el más adecuado para cuando nuestra
Patria vuelva a regirse por normas democráticas (conviene tener siempre
presente, en ese contexto, que la generalidad de los actuales jueces cubanos ha
sido designada por su inclinación decididamente progobiernista, por su
mayoritaria pertenencia al partido único o a su destacamento juvenil, o a ambas
circunstancias). Tampoco parece lo más aconsejable renovar por entero el
Tribunal Supremo, la Corte Constitucional y la Corte Electoral tras cada
elección nacional. En el caso del primero de esos órganos (que debe tener un
número impar de miembros), he preferido, por el contrario, hacer una renovación
de por mitad cada cuatro años. Tras cada elección nacional, deberá nombrarse a
un magistrado del Tribunal Supremo por el término de cuatro años y a la mitad
de los restantes para un período de ocho. Se permitirá que los magistrados en
funciones que hayan desempeñado correctamente sus cargos sean reelectos
indefinidamente.
Ante todo, se permitirá que los propios órganos que nombraron a los
magistrados que estén a punto de cumplir su mandato, pueda reelegir a esos
mismos funcionarios. En ese intento inicial de reelección no participarían: a)
los mayores de 65 años; b) los magistrados que no deseen ser reelectos; c) los
sujetos a un proceso penal formal; d) los declarados incapaces por una Comisión
Médica designada por el Congreso; y e) los excluidos por acuerdo de la Mesa de
Consenso. En el caso del Tribunal Supremo, los magistrados no afectados por
alguna de esas prohibiciones serán votados en bloque, mediante votación
secreta.
Después de esa votación inicial para reelegir o no a los magistrados que
estén a punto de causa baja, la Mesa de Consenso irá formulando otras
propuestas para ir cubriendo las vacantes restantes en el Tribunal Supremo. Con ese fin, ella deberá escoger entre:
a) los
magistrados titulares o suplentes que por cualquier motivo no hubieren sido
reelectos ya (por ejemplo, los mayores de 65 años que se considere que
mantienen su capacidad para desempeñar el cargo);
b) un
pequeño grupo de los magistrados más antiguos de la categoría inmediata
inferior (esto, en el caso del Poder Judicial y también del Electoral);
c) otro
pequeño grupo de precandidatos que puedan ser nominados, por mayoría
cualificada de sus miembros, por el mismo órgano del que se trate (Corte
Constitucional, Tribunal Supremo, Corte Electoral);
d) los
precandidatos propuestos por un órgano denominado Consejo de Postulaciones
Jurídicas (compuesto por representantes electos en las diversas facultades de
Derecho del país, así como por los colegios provinciales de abogados); y
e) sendos
precandidatos que podrá nominar cada Diputación y el Concejo de la Isla de
Pinos. (Se aclara que cada una de ambas bancadas de esos órganos puede vetar
cualquier proposición que se haga en ese sentido, y que un precandidato que no
sea vetado deberá recibir la aprobación de más de los dos tercios de los
miembros en el órgano deliberativo correspondiente. Esto garantizará que en
cada territorio del país pueda ser recomendado (para su promoción) un lugareño
que, por sus dotes personales de imparcialidad y prestigio, merezca no ser
vetado, y sí votado por mayoría cualificada. Si no se logra tal cosa, la
provincia o el Municipio de Isla de Pinos quedará sin poder nominar por esta
vía a su precandidato).
En caso de que determinados cargos permanezcan sin cubrir y la Mesa de
Consenso considere que no existen posibilidades de conformar una candidatura
que pueda ser aprobada por el Congreso o los órganos deliberativos locales
(según el caso), se realizará una elección final. Esta tendrá lugar entre una
cantidad de candidatos que deberá ser igual a una vez y media (y fracción, en
su caso) el número de los que deban ser electos. Figurarán
en esa candidatura:
a) los
candidatos con respecto a los cuales la Mesa de Consenso tome un acuerdo en ese
sentido; y
b) los
restantes candidatos que, con arreglo a las normas que establezca la
legislación básica, sean seleccionados por sorteo entre diferentes
precandidatos.
Aclaro que, para esa elección (igual que para algunas otras previstas en el
Proyecto de Constitución), me parece preferible utilizar el sistema de Borda
(aunque sin mencionar el nombre de ese ideador, algo que sería incorrecto
—creo— en una carta magna). Como es sabe, ese sistema obliga a cada votante (so
pena de anular su boleta) a sufragar por todos y cada uno de los candidatos,
sólo que ordenándolos de acuerdo a sus preferencias. Así, si hay —digamos— que
elegir a dos personas de entre tres candidatos, cada elector le estará
otorgando tres votos al candidato a quien coloque en primer lugar; dos a su
segunda opción; y sólo un voto para aquel al que le asigne el tercer lugar. Al
sumar todos los sufragios, se garantiza que (en el ejemplo he puesto) los dos
que más votos reciban sean aquellos con respecto a los cuales haya un mayor
grado de consenso en el seno del conjunto de electores.
Presupuesto Nacional
Para la confección del Presupuesto Nacional he incluido en el Proyecto una
serie de normas que persiguen el propósito de garantizar que para cada año
fiscal se apruebe un Presupuesto ajustado a las realidades imperantes al
momento de su aprobación (y eludir de ese modo una práctica vitanda que, por
desgracia, resultaba relativamente usual en la Cuba democrática: la de tener
por prorrogado el mismo Presupuesto del año anterior).
La confección del Proyecto de Presupuesto Nacional se atribuye inicialmente
al Poder Ejecutivo. Este lo presentará al Legislativo 60 días antes de la fecha
en que deba comenzar a regir. Dentro del Legislativo, corresponderá llevar la
voz cantante en este tema a la Cámara Baja (en la cual —recuérdese— las
distintas provincias y otros territorios están representados en forma
proporcional a la población de cada uno). Con respecto a cada decisión que
adopte ese cuerpo colegislador sobre el particular, la Cámara Alta se limitará
a aprobarla íntegramente, hacerlo sólo en parte o desaprobarla (y ratificar en
ese punto, por ende, lo propuesto por el Gobierno).
El Legislativo podrá hacer al Proyecto de Presupuesto todas las enmiendas
que considere convenientes, pero únicamente en base a las reglas que establece
el mismo Proyecto de Constitución. Una de estas es que, para aumentar las
erogaciones por cualquier concepto, será necesario que, previa o
simultáneamente, se haya reducido en una cuantía igual o mayor el monto total
de las erogaciones previstas en el Proyecto de Presupuesto. Es decir: los
congresistas, por muchos que sean sus naturales deseos de aumentar los gastos
con el fin de satisfacer las legítimas aspiraciones de sus electores, nunca
podrán crear un déficit que no estuviere previsto en el Proyecto Inicial
presentado por el Gobierno, ni incrementar el déficit propuesto inicialmente.
Por otra parte, el monto de las sumas disponibles para incrementar las
erogaciones nunca podrá exceder del 2% del monto total previsto para dichas
erogaciones. Como quiera que, en cada momento, el Proyecto de Presupuesto
vigente estará compuesto por el presentado inicialmente por el Gobierno, tras
incorporar a este todas las enmiendas válidas acordadas por las Cámaras, ello
quiere decir que, en cualquier momento dado, el Proyecto de Presupuesto vigente
estará aprobado en no menos del 98%.
Se dispone que los gastos mínimos de los poderes ajenos al Ejecutivo y de
los organismos autónomos estén previstos en la legislación básica. (Lo mismo
puede estar previsto para los distintos ministerios y otras dependencias del
Gobierno, aunque en este caso no se excluye que estos aspectos sean regulados
en una ley ordinaria). También se contempla la posibilidad de que los órganos
supremos de cada uno de aquellos otros poderes del Estado y organismos
autónomos presenten al Ejecutivo y al Legislativo sus propias consideraciones
sobre el monto de los recursos que deban serles asignados. Esto incluye que, en
caso necesario, soliciten argumentadamente asignaciones mayores a los mínimos
arriba mencionados.
Una vez vencido el plazo para la adopción del Presupuesto, si quedan
recursos sin asignar (lo cual —recuérdese— sólo puede afectar, a lo sumo, al 2%
del total previsto), el asunto será resuelto sumariamente por el Presídium, y
si este no pudiere eliminar la incongruencia, le corresponderá al Jefe del
Estado hacerlo por decreto. Una vez que se cuente con la versión definitiva del
Presupuesto, ella será sometida, sin mayor debate, a la aprobación formal de
las Cámaras.
El Jurado Congresional
Un asunto que siempre ha despertado mi atención es el de los mecanismos
para autorizar la detención, el procesamiento, la imposición de una medida
cautelar o de una sanción penal a un congresista.
Por una parte, resulta necesario dotarlos de cierta inmunidad para evitar
que ellos sean reprimidos por una actuación crítica que pueda desagradar al
Gobierno. Por la otra, tampoco es conveniente que se les garantice una
impunidad casi total, lo cual los colocaría, de hecho, por encima de la Ley.
Con este motivo, en el Proyecto de Constitución se ha facultado a
diferentes órganos para conceder las pertinentes autorizaciones. Se contempla
que, al igual que en la mayoría de las cartas magnas del mundo, el permiso
pueda ser otorgada por la cámara a la que pertenezca el legislador; o, si el
Congreso estuviese en receso, por el Presídium. En uno y otro caso, la
autorización debe ser aprobada por dos tercios de los miembros del órgano
correspondiente. (Esta regla persigue el propósito de garantizar que la autorización
se conceda sólo cuando exista un verdadero consenso acerca de la conveniencia
—o necesidad— de actuar contra un legislador que presumiblemente haya
delinquido; no por motivos espurios, como pudiera ser el propósito de la fuerza
política mayoritaria y gobernante de acosar a sus oponentes).
Pero existen otros órganos también facultados para conceder la
autorización. En este contexto debo mencionar, ante todo, al Órgano de Control
encargado de supervisar al legislador del que se trate. Como ya he explicado en
otro pasaje, ese cuerpo está integrado por compromisarios nominados por la
misma fuerza política que postuló al legislador que resultaría afectado. O sea:
que aquí el tema de la posible hostilidad política no desempeñaría papel
alguno. Por esa razón el Órgano de Control puede otorgar esa autorización por
mayoría absoluta de sus miembros.
El otro órgano facultado es el que sugiero denominar Jurado Congresional.
Propongo que se trate de un cuerpo profesional compuesto por tres miembros que
no podrían ser miembros del Congreso y que sería designado por consenso por el
propio Legislativo. Al tratarse de un órgano profesionalizado en esas
actividades, es de suponer que, llegado el caso, pueda actuar con mayor
celeridad que la cámara a la que pertenezca el congresista, el Presídium o el
Órgano de Control. Como cualquier decisión el Jurado Congresional tendría que
adoptarla por unanimidad, parece razonable suponer que las autorizaciones las
conceda sólo en casos plenamente justificados. El Jurado Congresional también
estaría facultado para, en casos de supuesta flagrancia, determinar si
efectivamente esta concurre y si, por consiguiente, el arresto del legislador
puede mantenerse y su procesamiento iniciarse sin necesidad de una autorización
adicional.
A este órgano especializado (cuyos miembros, además, no pueden ser
reelectos en ningún caso) me ha parecido oportuno concederle otra facultad: Se
ha facultado a las Cámaras para autorizar o no el enjuiciamiento del Jefe del
Estado, el Premier y el Presidente del Congreso, en casos de supuesta comisión
de delitos por parte de alguno de ellos. Pero, para evitar posibles excesos,
esa votación sólo puede realizarse si existe un previo dictamen favorable
emitido por el Jurado Congresional. (De modo análogo, para declarar la
incapacidad física o síquica del Presidente, las Cámaras sólo pueden proceder
cuando haya un dictamen favorable de una comisión de médicos de prestigio
nombrada por el mismo Congreso).
Un detalle de técnica legislativa
Una práctica que ha resultado habitual en varias superleyes (incluyendo las
cubanas) ha sido la de recoger los distintos requisitos para ocupar los
diferentes cargos públicos en sendos preceptos.
Como es lógico, en cada uno de estos tienen que repetirse una y otra vez
condiciones tales como las de ciudadanía, edad mínima, goce de los derechos
civiles y políticos, etc. Por ejemplo, en la Constitución democrática de 1940 figuran ocho artículos de ese
tipo; a ellos habría que sumar otros cuatro que plantean requisitos análogos,
pero no de manera explícita, sino remitiéndose a otros preceptos de la propia
carta magna.
Desde el punto de vista de la técnica jurídica, esa solución no es la más
racional. Ella puede resultar adecuada en una ley orgánica para especificar
todos los requisitos que deberá llenar quien haya de ocupar determinado cargo
público.
Pero en la Constitución parece
más racional obrar como se ha hecho en el Proyecto que se presentará en breve:
señalar en un solo precepto (en relación con los diferentes cargos públicos) los
requisitos de ciudadanía (Art. 4), edad (Art. 6), goce de los derechos civiles
y políticos (Art. 5.13) y no pertenencia a los cuerpos armados de la República
(Art. 24.5) que deben concurrir en quienes los ocupen.
Reforma constitucional
En el Proyecto se hace una clara distinción entre una reforma total (cuando
se desee hacer una revisión general de todo el texto constitucional vigente o
redactar otro esencialmente nuevo) y una reforma parcial (encaminada a
modificar uno o varios aspectos específicos del texto supralegal).
Se recuerda que, en uno y otro caso, las cuatro bancadas de los cuerpos
colegisladores (la Gobiernista y la Opositora en cada uno de ambos) poseen la
facultad de vetar cualquier propuesta o proyecto de reforma constitucional.
Esto se hace con el fin de evitar que determinada fuerza política, tras obtener
una mayoría coyuntural, pretenda “cambiar las reglas del juego” democrático.
Para que haya reforma constitucional es necesario que haya un determinado grado
de consenso, al menos, entre las dos principales fuerzas políticas del país
(que son las que, respectivamente, controlan cada una de las dos bancadas en
cada cámara del Legislativo). Esto, a su vez, impedirá situaciones como las que
han tenido lugar bajo los regímenes del llamado “socialismo del Siglo XXI”.
Estos, entre las primeras medidas que suelen adoptar tras hacerse con el poder
(y so pretexto de “refundar la Patria”) es la de redactar una nueva superley en
la cual queden plasmadas sus aspiraciones populistas y de eternización en el
poder.
En este asunto de las reformas se parte de una base: la potestad
constituyente originaria debe residir en el pueblo. Es por ello que, en toda
una serie de casos, la decisión definitiva sobre la realización o no de la
reforma deba tomarla el electorado mediante un plebiscito. En tales casos, la
realización de la reforma deberá ser aprobada por la mayoría absoluta de los
ciudadanos inscritos en el Padrón Electoral; esa misma proporción de votos
favorables deberá alcanzarse asimismo en no menos de dos tercios de los
territorios electorales.
Esa aprobación plebiscitaria se requerirá en los casos de las reformas
totales (primero para aprobar la idea misma de acometer la reforma; y después
para ratificar o no el nuevo texto constitucional aprobado); también de las
parciales que tengan mayor envergadura (como las que impliquen disminución de
los derechos ciudadanos). En los casos de las restantes reformas parciales de
la Constitución, se requerirá también
del apoyo ciudadano, pero de carácter indirecto: La reforma deberá ser aprobada
por mayorías cualificadas tanto en el Congreso como en los órganos
deliberativos locales.
Se ha tenido en cuenta que, como regla, cada vez que en la carta magna de
un país se introduce algún cambio para autorizar una reelección que la vigente
prohíbe (o viceversa) o se alarga o reduce el período de mandato de un
funcionario electivo, ello se hace con el deliberado propósito de beneficiar o
perjudicar a las personas específicas que están ocupando los cargos
correspondientes. Por esa razón se dispone que las reformas constitucionales de
ese tipo que se aprueben no serán aplicables a quienes se encuentren
desempeñando esos cargos, sino únicamente a sus sucesores.
Cuestiones terminológicas
Para cerrar esta Introducción, debo abordar algunos temas que, en
propiedad, no son de índole jurídica. Se trata, como lo indica el título de
esta Sección, de cuestiones de carácter más bien lingüístico, relacionadas con
los términos empleados en el Proyecto de Constitución para nombrar diferentes
órganos y cargos estatales.
No es casual que yo haya dejado estos asuntos para el final del presente
texto. Es que se trata de temas no primordiales. Su carácter secundario,
accesorio, justifica dejarlos en un segundo plano. No obstante lo anterior, me
pareció adecuado prestarles determinada atención. Por ejemplo, son millones las
veces que los ciudadanos tienen que mencionar los nombres de determinados
órganos del Estado. Si existe la posibilidad de emplear una denominación más
breve para uno u otro, creo que vale la pena utilizarla, cosa que esos mismos
ciudadanos agradecerán a la larga.
Una vez hecha esa advertencia general, puedo entrar a referirme a algunas
propuestas de esa índole que he introducido en el texto.
En primer lugar, me referiré a los órganos del Poder Legislativo. Le he
dado al nombre de “Congreso” al órgano compuesto por los integrantes de ambos
cuerpos colegisladores. A estos últimos, a su vez, les he asignado
respectivamente los nombres de “Senado” (tradicional en la Cuba democrática) y
“Convención”. Este último me ha parecido más conveniente que el largo “Cámara
de Representantes” que fue tradicional en la Cuba prerrevolucionaria. Este
cambio en la denominación de la llamada “Cámara Baja” ha propiciado, además,
que, para denominar a ambas ramas del Legislativo, en vez de la larga frase
“cuerpos colegisladores”, podamos utilizar una denominación muchísimo más
breve: “las Cámaras”.
En el Ejecutivo, en vez del título de “Presidente de la República” (que fue
el tradicional y que, en virtud de la “Constitución raulista” de 2019 ha sido
retomado en nuestro país), he preferido el de “Presidente de Cuba”. Este título
sería diferente al que ha ostentado el designado Miguel Díaz-Canel (lo cual
considero un paso positivo); además, con su uso se eliminaría la
indeterminación que existe con el título mencionado al inicio de este párrafo,
pues existen “presidentes de la República” en veintenas de países de todo el
mundo. En este asunto he seguido el ejemplo de los Estados Unidos; sólo que, como
el nombre de nuestro vecino norteño es tan largo, los ciudadanos de ese gran
país han tenido que idear unas siglas (POTUS) para reducirlo. Como, por el
contrario, el nombre de nuestro país es tan corto, creo que vale la pena
introducir el título de “Presidente de Cuba”, que es el que se emplea en el
Proyecto de Constitución.
Igualmente he propuesto reemplazar el “Primer Ministro” por “Premier”.
Dentro del Poder Judicial, planteo que su órgano más alto sea denominado
“Tribunal Supremo” a secas, sin más adjetivos. La frase “de Justicia” (que se
le adicionaba en la Cuba democrática) no aportaba nada esencial. El adjetivo
“Popular” que le endilgaron los castristas no pasó de ser una mentira
demagógica. En este punto reconozco haberme inspirado también en el órgano
homólogo de los Estados Unidos, cuyo nombre, como se sabe, es “Supreme Court”,
a secas.
Para los órganos que deberán encabezar respectivamente los poderes
Constitucional y Electoral propongo el nombre genérico de “corte”. Esto los
diferenciaría de los órganos del Poder Judicial, en el que sí se seguiría
empleando, para sus órganos colegiados, el nombre genérico de “tribunal”
(aunque aclaro que, para los de nivel provincial, propongo el restablecimiento
del añejo término “audiencia”). Los cuerpos a los que aludí al comienzo de este
párrafo serían la “Corte Constitucional” (nombre que refleja la esencia de sus
funciones y que es mucho más breve que el larguísimo “Tribunal de Garantías
Constitucionales y Sociales”, el cual fue —dicho sea incidentalmente— el primer
órgano jurisdiccional de todo el mundo
especializado en los temas de justicia constitucional). De manera análoga,
habría una “Corte Electoral”, denominación también más reducida que la del
antiguo “Tribunal Superior Electoral”.
Hay otros órganos a los que les he asignado nombres que son —lo reconozco—
excesivamente largos. Debo reconocer con toda franqueza que esto se debe a que
no se me han ocurrido otros más breves. Es el caso de los “órganos de control”,
del “Órgano de Nominación Presidencial” y del “Consejo de Postulaciones
Jurídicas”. Si algún compatriota puede aportar una idea que, sin dejar de
reflejar la esencia de sus respectivas funciones, permita recortar sus nombres,
lo exhorto a no dejar de hacerlo, lo cual agradeceré.
* * *
Hasta aquí, los aspectos fundamentales del Proyecto de Constitución
Democrática para Cuba que he redactado. Agradeceré a todos que le den a esta
Introducción, así como al Proyecto propiamente dicho (cuando sea publicado)
toda la difusión que les resulte posible, especialmente entre juristas y
politólogos, máxime si están interesados en los temas constitucionales. A esos
efectos recuerdo que tanto el Número 26 del Boletín
de la Corriente Agramontista (en el que está incluida esta Introducción),
como el número siguiente, que pensamos publicar en un par de semanas (y el cual
recogerá el texto íntegro del Proyecto de Constitución Democrática para Cuba)
estarán visibles en el blog de la Corriente Agramontista: www.agramontista.blogspot.com
El
artículo 56 de la Constitución
y el “socialismo irrevocable” en Cuba
Roberto de Jesús Quiñones Haces*
Hace meses se conoció que el grupo Archipiélago,
formado por artistas, escritores e intelectuales solicitó permiso a las
autoridades del municipio La Habana Vieja para realizar una marcha contra la
violencia, por la libertad de los presos políticos y por más derechos para
todos los cubanos.
La reacción de las autoridades cubanas al más alto nivel fue disponer la
realización de ejercicios militares en todo el país los días 18 y 19 de
noviembre y concluirlos el día 20 (fecha señalada inicialmente para la
realización de la marcha) con el Día Nacional de la Defensa. Se trató de una
torpe manifestación de fuerza que puso una vez más al descubierto la naturaleza
antidemocrática del régimen comunista.
Para evitar confrontaciones, la dirección deArchipiélago determinó cambiar la fecha de la marcha para el 15 de
noviembre, pero unos días después de haberlo dado a conocer, el Intendente del
municipio La Habana Vieja —otra autoridad que no ha sido designada por el
pueblo, sino impuesta por el partido comunista— respondió a la solicitud de
permiso para realizar la marcha afirmando que la misma no podía ser autorizada
por ser ilegítima y violar artículos de la Constitución.
Igual suerte corrieron las peticiones realizadas por los organizadores de
la marcha en otras provincias del país. Los argumentos utilizados para
impedirlas han sido muy similares —por no decir idénticos— a los expuestos por
el señor Alexis Acosta Silva, intendente de La Habana Vieja. Esta coincidencia
indica que la decisión fue adoptada y redactada desde el nivel superior de la
dictadura.
Las “razones” esgrimidas por el Intendente de La Habana Vieja para
desautorizar la marcha fueron las siguientes:
· La
marcha no es lícita porque pretende cambiar el régimen socialista;
· Algunos
de los organizadores están vinculados con organizaciones subversivas y cuentan
con el apoyo de políticos estadounidenses;
· El
socialismo en Cuba es irrevocable porque así lo decidió el 86,85% de los
cubanos que votaron por la Constitución.
Para sostener su primer razonamiento, el Intendente expresó que el artículo
56 de la Constitución establece: “Los derechos de reunión, manifestación y asociación,
con fines lícitos y pacíficos, se reconocen por el Estado siempre que se
ejerzan con respeto al orden público y al acatamiento de los preceptos
establecidos en la ley”. Y añadió que no se les reconoce legitimidad a las razones expuestas
para realizar la marcha porque los promotores y sus proyecciones públicas, así
como los vínculos de algunos con organizaciones subversivas o agencias
financiadas por el gobierno estadounidense, tienen la intención manifiesta de
promover un cambio de sistema político en Cuba, concluyendo que la marcha es
una provocación como parte de la estrategia de cambio de régimen ensayada
contra Cuba y otros países.
La endeblez conceptual de la argumentación expuesta por el Intendente de La
Habana Vieja era evidente, pues las razones expuestas en el documento mediante
el cual se desautoriza la marcha carecen de objetividad y respaldo jurídico.
En primer término, hay que recordar que en ningún momento los organizadores
de la marcha expusieron que esta se haría para provocar un cambio de régimen,
sino para pedir el cese de la violencia, la libertad de los presos políticos y
más derechos para los cubanos, reclamos muy afianzados en la concepción de lo
que debería ser el socialismo. Resulta extremadamente inconsistente negar la marcha
aduciendo la existencia de una presunta vinculación de algunos de sus
organizadores con supuestas organizaciones subversivas (que el Intendente no
mencionó), o hacerlo por estar en desacuerdo con las proyecciones públicas de
algunos de ellos. Mucho más lo es teniendo en cuenta que esas autoridades
estaban calificando algo que todavía no había ocurrido; o sea, que concedieron
realidad indiscutible a su vaticinio.
El Intendente del municipio habanero expresó que apenas fue anunciada la
Marcha, esta recibió el apoyo de políticos estadounidenses que alientan
acciones contra el pueblo cubano, intentan desestabilizar el país y piden una
intervención militar; se trata de un razonamiento aún más débil que el
anterior, pues se rechaza la Marcha aduciendo el apoyo de otros que no
participarán en ella ni residen en nuestro país. Lo que ha hecho es reiterar el
manido argumento que pretende calificar a todo disenso interno como dependiente
del gobierno norteño.
La tercera razón del Intendente para negar la marcha se apoya en el
artículo 45 de la Constitución, que
establece que “el ejercicio de los
derechos de las personas solo está limitado por los derechos de los demás, la
seguridad colectiva, el bienestar general, el respeto al orden público, a la
Constitución y a las leyes”. A esto añade que el artículo 4 de la Constitución define que el sistema
socialista que esta refrenda es irrevocable, por lo cual toda acción en su
contra es ilícita.
Como se aprecia, esta razón es similar a la primera y muestra gran debilidad
conceptual, porque ninguno de los bienes jurídicos tutelados por el artículo 45
estuvieron amenazados por los organizadores de la marcha. Exponer como razón la
irrevocabilidad del socialismo refrendado por la Constitución (algo que solo existe en teoría, porque cuando el
pueblo se decida a tomar las calles, el comunismo caerá inevitablemente), basta
para retratar la esencia despótica de los comunistas.
Ya sabemos lo que ocurrió con la anunciada convocatoria del grupo Archipiélago
y con su rostro más visible, el dramaturgo Yunior García Aguilera, actualmente
asilado en España luego de una salida cuya explicación ha convencido a muy
pocos. También hemos comprobado una vez más cómo la estructura judicial cubana
ha actuado siguiendo las indicaciones de la Seguridad del Estado y del partido
comunista, demostrando su total carencia de independencia.
La muestra más palpable de esa carencia de independencia la dio el propio
presidente del Tribunal Supremo Popular de la República de Cuba, señor Rubén
Remigio Ferro, quien el 24 de julio del 2021 declaró en una conferencia de
prensa efectuada en el Ministerio de Relaciones Exteriores que en Cuba no era
delito manifestarse ni emitir libremente su opinión. Si eso fuera cierto, ¿cómo
puede explica el señor Ferro las abusivas condenas impuestas a los
participantes en las protestas del 11 de julio, entre ellos varios menores de
edad? ¿Cómo puede explicar la sanción de cinco años de privación de libertad
impuesta al joven Luís Robles solo por salir con un cartel a la calle?
Estos procesos han servido para demostrar nuevamente las irregularidades
cometidas por las autoridades cubanas y su esencia altamente represiva,
expresada en las posteriores sentencias. Tanto ha sido así que el hecho ha
alcanzado notoriedad internacional, al extremo de que ha sido denunciado por la
Unión Europea, Estados Unidos y otros países, así como importantes
organizaciones internacionales defensoras de los derechos humanos.
En Cuba no hay socialismo, como tampoco hay democracia ni se vive en un Estado
de derecho, sino que hay una estructura verticalista de poder donde unos pocos,
en nombre de un socialismo inexistente, oprimen y esquilman a los demás.
Habría que añadir que no existe un modelo único de socialismo. Según este
razonamiento del Intendente si a alguien se le ocurriera pedir permiso para
hacer una marcha a favor de otro socialismo, esta también sería declarada
ilícita porque iría contra “el socialismo refrendado por la Constitución”.
Los razonamientos del Intendente demuestran una vez más la naturaleza
despótica del castrismo, que también echó mano al espurio argumento de que el
86,85% de quienes votaron el 24 de febrero de 2019 por la nueva Constitución,
la apoyaron.
Aunque eso hubiera sido cierto (y los castristas saben muy bien que no lo
es), un Estado que se proclama “de derecho” y “democrático” no debería permitir
la discriminación política practicada en Cuba, porque aun cuando exista esa
mayoría temporal a favor del castrismo, ese Estado tiene la obligación de
garantizar los derechos de la minoría en un plano de igualdad con respecto a la
mayoría, algo inexistente en Cuba. ¿Dónde están entonces la proclamada igualdad
ciudadana, la democracia y el “Estado de derecho”?
Y termino abordando el aspecto medular del problema: la presunta
irrevocabilidad del socialismo plasmada en el artículo 4 de la Constitución. Este argumento refleja el
profundo desprecio que el castrismo siente hacia el pueblo cubano; si en él
reside la soberanía —como expresa el artículo 3 de la propia carta magna—, esa
soberanía no puede ser coartada de ninguna forma y un ejemplo de limitación de
esa soberanía es el referido artículo 4, porque, suponiendo que el 86,85% de
los cubanos votó por la Constitución
(como afirman los déspotas cubanos y sus testaferros) se trata de una mayoría
coyuntural, lo cual no implica que las futuras generaciones de cubanos —no
nacidas o actualmente sin derecho al voto— no tengan el derecho soberano de
pronunciarse contra el sistema socialista a lo castrista.
Limitar esa posibilidad y convertirla en delito es otra demostración de que
Cuba no es, como afirma festinadamente el artículo 1 de la Constitución, un Estado de derecho democrático.
Y por último existe otra razón más contundente aún: Cuando Fidel Castro
tomó el poder en 1959, afirmó que el gobierno revolucionario iba a honrar todos
los compromisos internacionales contraídos por la dictadura de Batista y los
gobiernos precedentes y que iba a cumplir con los instrumentos jurídicos
internacionales ratificados por Cuba. Entre esos documentos está la Declaración Universal de Derechos Humanos,
que no solo reconoce el derecho de todos los ciudadanos a asociarse, reunirse y
manifestarse, sino que en su artículo 30 estableció claramente que nada de esa Declaración podrá
interpretarse en el sentido de que confiere derecho alguno al Estado, a un
grupo o una persona, para emprender y desarrollar actividades o realizar actos
tendentes a la supresión de cualquiera de los derechos y libertades proclamados
en la propia Declaración.
Ante esta realidad, es evidente que quienes actuaron ilícitamente no fueron
el grupo Archipiélago ni la gran
mayoría de los manifestantes del 11 de julio, sino la dictadura cubana.
ÍNDICE
A los lectores…………………………………………………………………………… 1
Introducción al Proyecto de Constitución Democrática para Cuba,
René Gómez Manzano………………………………………………………………….. 3
Prefacio………………………………………………………………………………. 3
Preámbulo o Invocación a
Dios……………………………………………………… 6
¿Prolijidad o
concisión?........................................................................................
7
Ciudadanía y
electorado……………………………………………………………... 9
Derechos
fundamentales……………………………………………………………. 10
¿Sistema presidencialista o parlamentario?...........................................................
13
Sustitución
presidencial……………………………………………………………. 16
¿Unicameralismo o
bicameralismo?.................................................................... 17
Diseño general del sistema de
gobierno establecido en el Proyecto……………… 21
Aspectos generales del Sistema
Electoral…………………………………………. 24
Primera vuelta de las elecciones
nacionales………………………………………. 25
Segunda vuelta de las elecciones
nacionales……………………………………… 27
Elecciones
locales………………………………………………………………….. 29
Consenso……………………………………………………………………………. 31
Nombramiento de los magistrados de
los órganos jurisdiccionales de
nivel
nacional………………………………………………………………………. 32
Presupuesto Nacional……………………………………………………………….
33
El Jurado
Congresional…………………………………………………………….. 34
Un detalle de técnica
legislativa…………………………………………………… 36
Reforma
constitucional…………………………………………………………….. 36
Cuestiones
terminológicas…………………………………………………………. 37
El artículo 56 de la Constitución y el “socialismo
irreversible” en Cuba,
Roberto de Jesús Quiñones Haces…………………………………………………….
39
Índice………………………………………………………………………………….
43
* René Gómez Manzano: Habanero.
Licenciado en Derecho por universidades de Moscú y La Habana. Ejerció su
profesión en organismos estatales y en los bufetes colectivos. Abogado de
Oficio del Tribunal Supremo durante diez años. Ex preso de conciencia.
Presidente de la Corriente Agramontista.
Autor de los libros Constitucionalismo y
cambio democrático en Cuba y ¿Puedo
opinar? Ha recibido diversos premios internacionales. Periodista
independiente (articulista de CubaNet;
ha colaborado en otras publicaciones). Reside en La Habana.
*Roberto de Jesús Quiñones Haces
(Cienfuegos, Las Villas): Licenciado en Derecho (Universidad de La Habana,
1981). Fue abogado del Bufete Colectivo de Guantánamo (1985-1999). Poeta y
periodista independiente. Enviado a prisión por años en 1999, víctima de una
patraña judicial. Tras su excarcelación no ha podido volver a ejercer la
abogacía. Miembro de la Corriente
Agramontista. Articulista de la Agencia CubaNet.
Ha colaborado con la Pastoral Penitenciaria de la Diócesis Católica de
Guantánamo-Baracoa. En 2019, tras ser objeto de una detención arbitraria y una
golpiza, fue víctima de una segunda patraña judicial que derivó en su nuevo
encarcelamiento por un período de un año. Reside en Harrisonburg, Virginia,
Estados Unidos de América.
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