René Gómez Manzano
El pasado
domingo, tras una estancia de varias semanas en la ciudad de Miami,
viajé de regreso a Cuba. Son muchos los amigos que me han pedido que
comparta con ellos mis impresiones sobre el viaje. Lo he hecho con
gusto, pero creo que es correcto que también las dé a conocer a un
círculo más amplio de lectores. Comenzaré por ello con este
artículo.
Si tuviera que
caracterizar a la metrópoli sudfloridana en una sola palabra, diría:
pujanza. Para alguien como yo, acostumbrado a mirar los viejos
edificios habaneros, que desde la implantación del comunismo parecen
haber sido atacados por una lepra implacable que los corroe y
deforma, la contemplación de las construcciones miamenses, nuevas o
en perfecto estado de conservación y mantenimiento, resulta
anonadante.
Recorrí en
automóvil —que es allí el medio de transporte apropiado—
cientos de kilómetros por toda la ciudad y otros parajes del Sur de
la Florida. En todo ese tiempo pude contar con los dedos de una mano
las casas que llamaron mi atención por presentar cierto grado de
deterioro. Y esto en términos relativos, porque esos mismos
inmuebles, ubicados en La Habana, parecerían normales y aun bien
cuidados.
Algo similar
puedo decir del parque automotor. Salvo algunos pocos clásicos (lo
mismo que nuestros “almendrones”, sólo que en impecable estado),
el resto de los vehículos son modernos; no resultan inusuales los
carros deportivos de las más acreditadas marcas europeas. Entre las
decenas de miles de automóviles que vi en calles y avenidas, sólo
conté tres que tuvieran un desperfecto evidente.
Alguno pudiera
pensar que esos contrastes son normales, habida cuenta de que estoy
hablando del país más desarrollado del mundo. Yo, sin embargo, tomo
tales afirmaciones con un grano de sal. No hay que olvidar cuál era
la situación en enero de 1959, cuando, al decir del poeta palaciego,
“llegó el Comandante y mandó a parar”.
Las estadísticas
demuestran que, en aquella lejana época, Cuba ocupaba el primer
lugar en la América Latina por el número de vehículos motorizados
con respecto a la población. También por entonces era Miami una
ciudad pequeña de características provincianas, incapaz de resistir
ser comparada con La Habana.
En Cuba, a fines
de los cincuenta ya se habían erigido algunos edificios de gran
altura y belleza en el nuevo centro de la capital, por la zona de La
Rampa. Parar en seco ese admirable proceso fue uno de los “logros”
de la Revolución. En la metrópoli sudfloridana, sin embargo, la
erección de rascacielos ha continuado de manera sistemática. Como
resultado de todo esto, es hoy La Habana la que no resiste una
comparación con Miami.
Lo más
interesante de ese desarrollo ha sido el papel preponderante que ha
correspondido en él a nuestros compatriotas. Desde la trepa de los
castristas al poder, la salida de cubanos con rumbo norte constituyó
una sangría indetenible. Cuba, país de inmigrantes, se convirtió
en uno de emigrantes. En el Sur de la Florida, las cosas han llegado
al extremo de que, al encontrarse con un desconocido, lo mejor que
puede hacer un hispanoparlante es dirigirse a él en castellano.
A la luz de todas
esas realidades, uno no puede dejar de preguntarse: ¿Cuál habría
sido el desarrollo de Cuba si el nuevo régimen no hubiese propiciado
esa incesante hemorragia humana? ¿Si no hubiera prescindido
alegremente de los líderes empresariales y de otros compatriotas
emprendedores, por el solo hecho de no plegarse a la “dictadura del
proletariado”, el “ateísmo científico” y el “materialismo
histórico”?
¡Cuál sería la
situación hoy si todo el gigantesco esfuerzo que esos compatriotas
nuestros consagraron al desarrollo de esa parte de los Estados Unidos
lo hubieran dedicado a mantener e impulsar el progreso de La Habana y
otras ciudades cubanas?
La Habana, 28 de
agosto de 2013.
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