lunes, 3 de febrero de 2014

LA CHUSMERÍA: HIJA LEGÍTIMA DE LA REVOLUCIÓN

René Gómez Manzano
Abogado y periodista independiente


La involución lingüística de Cuba es un resultado natural de medidas adoptadas por el régimen totalitario durante décadas


El lunes 20, Cubanet publicó un largo e interesante trabajo de Miriam Celaya, cuya lectura recomiendo a todos. En él, la colega aborda el tema de la chabacanería y vulgaridad del lenguaje, que se ha hecho endémica en nuestra sufrida Cuba. Su título: “La chusmería: hija bastarda de la revolución”.


Cualquier hispanohablante que tenga dos dedos de frente comprenderá que ese fenómeno pone en grave riesgo la unidad del idioma, algo que todos deberíamos defender como las niñas de nuestros ojos, por las enormes posibilidades de comunicación que nos brinda.


Lo anterior —desde luego— no implica pretender borrar las peculiaridades nacionales o locales en el uso del castellano; algo que sería imposible. Pero la realidad que denuncia la autora rebasa con mucho ese alcance. De lo que se trata es del surgimiento de un nuevo lenguaje (algún nombre hay que darle) que ni siquiera resulta comprensible para todos los cubanos.


Hay, sin embargo, un detalle en el cual discrepo de Miriam, y es en la caracterización que hace de esa realidad, al calificar la ramplonería como “hija bastarda de la revolución”. Me pregunto: ¿Por qué el empleo de ese adjetivo? La idea de bastardía sugiere un carácter ilegítimo o espurio de la supuesta relación paterno-filial. Pero, ¿acaso no es correcto considerar que toda esa vulgaridad es una consecuencia ineludible de la conmoción social padecida por Cuba durante el último medio siglo?


Un autor francés —creo que fue Proust— describió la incidencia que el paso de la mayoría de la población masculina gala por las trincheras de la Primera Guerra Mundial tuvo en el encanallamiento de las costumbres. En el caso de la Cuba posterior a 1959, son diversas las situaciones de ese tipo que han tenido lugar. Ellas han provocado efectos análogos, y la suma de todas ha arrasado con las buenas costumbres de la sociedad anterior.


En primer término hay que citar el servicio militar general, que ha obligado a la generalidad de los varones cubanos a sufrir, durante períodos de hasta tres años, la vida castrense. En muchos casos, la experiencia no se ha limitado al ámbito cuartelario, pues sabemos de la participación de nuestras tropas en numerosas guerras extranjeras.


En segundo lugar, no debemos menospreciar el papel que, bajo el actual régimen, han desempeñado las prisiones. Según datos de la Comisión Cubana de Derechos Humanos y Reconciliación Nacional, la población carcelaria en 1958 no rebasaba las cuatro mil personas. En la actualidad, “gracias a la Revolución”, son varias treintenas de miles.


Para alcanzar ese resultado se han combinado la ferocidad de la legislación penal de hoy y la proclividad de los “tribunales populares” a tratar de resolver los problemas sociales confinando acusados. Esto ha determinado que, según el mismo organismo independiente, por las prisiones cubanas haya pasado más de la décima parte de la población adulta del país.


Este dato pasmoso dice también muchísimo. Ya se sabe que los centros penitenciarios son instituciones en las que priman el matonismo y la chusmería. En ellas, al igual que en los otros sitios que menciono, existe un caldo de cultivo excelente para todos los fenómenos lingüísticos involutivos que describe con maestría Miriam Celaya.


Un tercer factor fundamental son las tristemente célebres “escuelas al campo”. Para propiciar el pleno adoctrinamiento comunista de los estudiantes secundarios, por decenios se les obligó a vivir durante un mes al año en albergues rústicos, a cientos de kilómetros de sus padres. El sexo desenfrenado era el señuelo utilizado por los aprendices de brujos para lograr cierto grado de aceptación entre los jóvenes.


Un cuarto elemento de importancia fue el llamado “trabajo voluntario”. Según confesión de sus mismos promotores, los resultados económicos de ese empeño eran nulos, cuando no contraproducentes. Pero el experimento se mantuvo durante decenios, no sólo por lo que entrañaba en la domesticación de la fuerza laboral, sino también por el papel que él desempeñaba en la destrucción de la familia: Los compañeros de trabajo de uno y otro sexo, lejos de sus parejas habituales, podían entregarse durante las movilizaciones al libertinaje y la promiscuidad.


Esos factores se unieron a la virtual desaparición de los paradigmas sociales, motivada por la emigración masiva de ciudadanos prominentes: otro efecto funesto de las políticas extremistas. Todo ello contribuyó a alcanzar el triste resultado lingüístico que de manera brillante ha descrito la Celaya.


Este último es consecuencia ineludible y natural de esas medidas, concebidas, propiciadas y ejecutadas por la dirigencia comunista. Por eso creo que esta parte del gran desaguisado nacional debe ser descrito no como un hijo bastardo de la llamada Revolución, sino como un retoño legítimo de ella.


La Habana, 24 de enero de 2014




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