lunes, 28 de agosto de 2017

Nueva Orleans vs. La Habana Vieja

En Cuba, el falso folklore de postal turística. En la ciudad de Louis Armstrong, el arte de manera más orgánica

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MIAMI, Estados Unidos.- Visitar Nueva Orleans, la cuna del jazz, era para mí uno de esos sueños que a uno le parecen absolutamente irrealizables. Y he aquí que gracias a la invitación de unos buenos amigos de mi juventud, he pasado dos días allí. Fue una experiencia irrepetible. Ha sido como para un musulmán peregrinar a la Meca. Les puedo asegurar que todas las expectativas que tenía, se vieron superadas. Y con creces.
En Nueva Orleans, con su pasado francés y español y la influencia africana a cada paso, hay un derroche de magia. Una magia que de tan auténtica, resulta muy especial. Eso la diferencia de la Habana Vieja.
Debido a las edificaciones del periodo español, con sus rejas y balcones, Nueva Orleans pudiera recordar a la Habana Vieja (a la restaurada por Eusebio Leal, quiero decir, no a la de las cuarterías y los balcones en estática milagrosa). La diferencia es que la Habana Vieja, con sus figurantes y sus tiendas con precios superiores a los del Primer Mundo,  es un timo para incautos. Es artificial, falsa, falta de espontaneidad. Y lo que es peor, falta libertad.  Lo percibe cualquiera que no vaya con nociones preconcebidas.
Si se aprovecharan todas sus potencialidades, la Habana Vieja, a su estilo, con su propia personalidad, podría competir con Nueva Orleans.
En la Habana Vieja, como en New Orleans, se escucha música en vivo por todas partes. Hay bares por doquier, pero en todos, la música va por buscavidas que tocan  un repertorio compuesto invariablemente por no más de seis o siete sones y guarachas, siempre los mismos,  la Guantanamera, Chan Chan y el “Hasta siempre, comandante” dedicado a Che Guevara.
En los bares de Nueva Orleans, especialmente en Bourbon Street  y el resto del French Quarter,  es amplísima la variedad de géneros musicales que interpretan: jazz, blues, rock, cajun, zydeco, funky,  rhythm and blues. Y los músicos son de primera línea. Algunos no distan mucho del  virtuosismo. Hubiese querido comprar sus CD y colmar los pomos de cristal donde recogen del público los tips, dignos, sin ponerse impertinentes, como los que tocan y cantan en la Habana Vieja.
Las primeras influencias de la música cubana en el jazz, mucho antes que Chano Pozo, se debieron a músicos de la isla que se establecieron en Nueva Orleans a finales del siglo XIX y principios del XX, y que fueron los que aportaron el “spanish tinge” del que hablaba Jelly Roll Morton. Eso aún se agradece.   Algunos de los músicos de Nueva Orleans con los que conversé, me dijeron que aman la música cubana.
Uno fue Steven Rohbcock, un experimentado pianista que al frente de un cuarteto donde descuella en el trombón una chica japonesa, toca un set tras otro, durante varias horas, con pausas de quince o veinte minutos,  de jazz tradicional, cool y piezas de Chet Baker, en un amplio y acogedor patio colmado de mesas y presidido por una estatua de Fats Domino. ¡Gracias, Steven, por complacerme con Time after time!
El otro fue James Edward Kennedy. Lo encontré un domingo, tocando la guitarra y cantando country, bajo un sol de penitencia, frente a una iglesia, en una plaza del centro de la ciudad. Me contó que viajó a Cuba en los años 90,  utilizando el pasaporte de un amigo al que se parecía como una gota de agua a otra. Afortunadamente, no lo descubrieron y se pudo saciar con la música del Benny, Compay Segundo  y Los Van Van.
Sin vudú no se puede hablar de Nueva Orleans. Está presente a cada paso.  Como entre los santeros de La Habana, hay impostores y mercaderes religiosos, pero también están los que se lo toman bien en serio.  No soy un tipo supersticioso, pero estoy a punto de creer que algo —usted puede llamarlo como quiera— hay en eso de los mojos y los gris-gris. Estuve en el Museo del Vudú, en Dumaine Street. Allí se puede saber de los grandes hougans y especialmente de María Laveau. Son solo dos salas, pero es realmente impresionante. Se siente muy mala vibración. Y les repito que no soy un tipo impresionable ni dado a las supercherías.
La comida creole y cajun de Nueva Orleans es muy  especial: ostras, beignets, jambalaya, gumbo, pez gato, cocodrilo frito, quimbombó (okra) preparado de diferentes formas, etc. Lástima que la gastritis crónica que padezco producto de la bazofia que comemos en Cuba, y particularmente del café mezclado con sabrá Dios qué porquería, no me permitió disfrutar esos platos.
En la Habana Vieja, a pesar de algunos buenos paladares, a la cocina, que pudiera ser excelente, le falta personalidad. Y variedad.  Se limita a poco más  que el congrí, el lechón asado, los tostones y la yuca. Muchos platos, especialmente los dulces, se han perdido.
La gente de Nueva Orleans es amable y hospitalaria. De los balcones te tiran collares —aunque no sea en Mardi Grass— y nadie se te queda mirando, así seas  un gay de carroza, vayas sin camisa por la calle, perdidamente borracho, con la pechuga desbordando el escote y la falda corta hasta la exageración (en Bourbon Street hay diluvios de sensualidad).
La gente de la Habana Vieja también es hospitalaria, pero exageran, no fluyen con naturalidad, acosan a los turistas pese a la policía, se les nota demasiado el afán por sacarles el dinero como sea, ya sea vendiéndoles tabacos (generalmente falsificados), o proponiéndoles marihuana o sexo  (de ahí la frase “nofildoit”, que es lo que entienden los aseres cuando “los yumas” les responden a sus propuestas “I don’t feel like doing it”).
Y no es que en Nueva Orleans —donde se ven homeless y hay muchas personas que aunque no quieran hablar del tema, aún no se han recuperado del huracán Katrina— no haya quienes vivan del dinero de los turistas. Pero los músicos callejeros, los bailadores de tap, los niños que tocan drums en tinas hechas de plástico, se ganan las propinas con su arte, con dignidad, sin impertinencias ni payasadas, sin importunar.
En Cuba, en vez del falso folklore de postal turística, se pudiera explotar mejor, de manera más orgánica,  el arte, las tradiciones, sin menoscabo de la diversión. Como hacen en la ciudad de Louis Armstrong.
Los mandamases castristas, que apuestan desesperadamente por el turismo internacional  para sacar del atolladero a la economía cubana, deberían aprender de Nueva Orleans. El boulevard de Obispo pudiera ser algo así como el siempre muy concurrido Bourbon Street, la necrópolis de Colón como el Cementerio Lafayette… Pero con su proverbial mal gusto, sus prejuicios y su manía de controlarlo todo, sería pedirles demasiado a los mandamases. ¡Lástima por sus bolsillos! ¡Ellos se lo pierden!
(Luis Cino, periodista residente en Cuba, se encuentra de visita en Estados Unidos)

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